La vida, sin pedir permiso, me convirtió en madre cuando aún cargaba heridas de niña. Sostuve a mi hija en brazos con el corazón temblando, preguntándome si sería capaz de darle el amor que a mí me faltó. Tenía miedo. Miedo de repetir patrones. Miedo de fallar. Miedo de no saber cómo amar correctamente cuando nunca fuí amada como merecía. Pero en el fondo, también sentía una promesa latir en su pecho: “voy a hacerlo distinto.”
Aunque el vacío seguía ahí, aprendí a mirarla con otros ojos. Porque ahora no solo era su dolor, era su historia... y la oportunidad de que mi hija no tuviera que vivir lo mismo. A veces sentía que no era suficiente, que mis heridas aún pesaban demasiado, que había días donde la tristeza me paralizaba. Pero aun así, se levantaba. Le preparaba el desayuno. Le acariciaba el cabello. Le decía “te amo” con la voz entrecortada, porque era algo que a mí nunca me dijeron. Y cada vez que la abrazaba, abrazaba también a esa niña que fue, la que nunca tuvo a nadie que la mirara con ternura.
No ha sido fácil. Aún hay días oscuros, donde me siento sola, donde la nostalgia le muerde el pecho. Donde dudo de mí misma. Pero he comprendido que romper con la historia también es una forma de amor. Que ser madre no significa ser perfecta, sino estar. Amar desde la conciencia, aun con el alma rota.
Yo aún tengo vacíos, sí… pero también tiene ganas de sanar. Y en ese intento, en esa lucha diaria, ya está haciendo algo hermoso: estoy cambiando mi historia. Estoy dando lo que a mi me negaron. Y eso, aunque a veces no lo vea, ya me hace una mejor madre.