Ahora tengo 22 años, y aunque por fuera parezco una adulta más, por dentro siguo arrastrando los restos de una infancia que no sanó. Hay días en que me miro al espejo y no me reconozco… no porque no sepa quién soy, sino porque aún estoy intentando descubrir quién sería si el dolor no me hubiera marcado tan pronto. Mí historia está hecha de silencios, gritos que nadie escuchó, promesas rotas y una esperanza que, aunque muchas veces quiso apagarse, sigue respirando.
Vivo como puedo. A veces sobreviviendo más que viviendo. Con cicatrices que no se ven, con el alma cansada de fingir que todo está bien. Hubo maltrato, abandono, palabras que me partieron en pedazos, miradas que me hicieron sentir menos. Y sin embargo, aquí estoy. No porque todo esté superado, sino porque eligí seguir… aunque tenga miedo, aunque me tiemble el alma.
A veces me siente perdida, como si la vida fuera demasiado para alguien que nunca tuvo una base firme. Como si estuviera reparando una casa con las manos vacías. Pero también hay momentos en los que me doy cuenta de que he llegado lejos, incluso sin apoyo, incluso con el corazón hecho trizas. Nadie me enseñó cómo sanar, pero está aprendiendo. Nadie me preparó para ser madre, pero estoy dando lo mejor de mí. Nadie me cuidó… y aún así, ha encontrado formas de seguir amando.
Tengo 22 años y un pasado que pesa. Pero también tengo el derecho —y la fuerza— de construir un futuro distinto. Aunque el dolor no se va de un día para otro, aunque a veces duela respirar… sigo aquí. Y eso ya es un acto de valentía que merece ser reconocido.