Y como si el pasado no hubiera sido suficiente, llegaron personas que no me amaron… me usaron. Que vieron en mi vulnerabilidad una puerta abierta para hacer daño. Personas que no curaron sus heridas, sino que las abrieron más. Me hicieron sentir que no valía nada, que era desechable, que mi dolor no importaba. Y yo, con el alma ya quebrada desde niña, permití cosas que nunca debí permitir… no por debilidad, sino por agotamiento. Por la necesidad desesperada de sentirme querida, aunque fuera por un momento, aunque doliera después.
Me destruyeron el corazón con palabras frías, con silencios crueles, con actos que marcaron mí cuerpo y mi mente. Me sintí sucia, rota, invisible. Como si el dolor fuera su único destino. Su salud se resquebrajó. El cuerpo comenzó a gritar lo que mí voz no se atrevía a decir: que estaba mal, que estaba cansada, que ya no podía más. Hubo días en que mi mirada estaba vacía, como si una parte mia ya no estuviera aquí. Como si la vida me estuviera pasando por encima.
Y lo más cruel fue que nadie lo notó. Nadie preguntó si estaba bien. Nadie sospechó cuánta oscuridad estaba enfrentando en silencio. Porque quienes deberían haberla protegido, brillaban por su ausencia. Y quienes llegaron después… solo supieron lastimar.
Pero aunque estaba rota, aunque sentía que ya no quedaba nada de ella… en el fondo, muy en el fondo, una pequeña parte aún quería vivir. No sobrevivir. Vivir. Para su hijo. Para su niña interior. Para todo lo que aún no conocía del amor, del respeto, de la paz.