Caí en manos de personas que no sabían amar, solo controlar. Personas que confundían cariño con posesión, que disfrazaban su inseguridad con celos enfermizos. Al principio, me justificaba: pensaba que era amor, que tal vez estaba exagerando, que todo mejoraría. Pero no mejoró. Empeoró. El primer grito fue un aviso. El primer empujón, una advertencia. Y luego vinieron los golpes. Los moretones en la piel. Los rasguños en la cara. Las amenazas con un arma apuntando a mi cuerpo, como si mí vida no valiera nada. Y lo peor de todo: empezé a creer que era mi culpa.
Si alguien me miraba en la calle, él estallaba. Si sonreía demasiado, si vestía como quería, si hablaba con alguien... todo era una excusa para desatar su furia. Y yo, rota por dentro, fingía que no pasaba nada. Sonreía. Decía que estaba bien. Cubría los moretones con maquillaje, y el miedo con silencio. Porque el miedo me había paralizado. No era solo miedo al golpe… era miedo a morir. Miedo a que mi hija se quedara sin madre. Miedo a que nadie me creyera si hablaba. Miedo a que, si intentaba escapar, él cumpliera sus amenazas.
Pero un día, algo dentro de mi despertó.
Tal vez fue el temblor en mis manos al sentir el arma apuntando a mi rostro. Tal vez fue el dolor en el cuerpo, o el vacío en mis ojos cada vez que me miraba al espejo y ya no me reconocía. Tal vez fue el pensamiento más claro que tuvo en medio de tanto caos: “Si me quedo, no voy a salir viva.”