Lo que no sabes de mi.

Solo era una niña en busca del amor.

Tenía solo 15 años cuando conocí al padre de mi hija. Era apenas una niña buscando amor, buscando un poco de cuidado, buscando algo que se pareciera a pertenecer. Él ya era un adulto, alguien que debió haberla protegido, guiado, respetado. Pero no fue así. En vez de cuidarme, me usó. En vez de darme amor, me dejó otra herida más… una que no sanaría jamás.

Me contagió de una enfermedad incurable. Y aunque hoy está en control, aunque no representa un riesgo para nadie más, el daño ya está hecho. Fue su cuerpo el que recibió el golpe. Fue su alma la que se llenó de culpa, de vergüenza, de miedo. Nadie merece eso, menos una niña. Menos alguien que solo quería amor y terminó recibiendo una carga que no pidió.

Por mucho tiempo, me lo guardé. Lloré en silencio. Me pregunté si era mí culpa. Si por buscar amor demasiado pronto, por confiar demasiado rápido, había merecido eso. Y no. No fue mi culpa. Pero el dolor no escucha razones. El dolor solo pesa. Y ese peso se volvió parte de su vida. Una más de las tantas cicatrices que nadie ve.

A veces me siento marcada, como si eso me hiciera menos. Como si ya no mereciera un amor limpio, sano, real. Como si llevar eso dentro la condenara a no ser elegida jamás. Pero lo más cruel no es la enfermedad… es el abandono, la traición, el hecho de que él siguió con su vida, sin consecuencias, mientras ella tuvo que aprender a cargar con todo.

A los 15 años le arrebataron la inocencia, la salud, la confianza. Y aun así, siguió. Con miedo, sí. Con el alma herida, también. Pero siguió. Porque sabía que tenía a alguien que la necesitaba, que la miraba con ojos limpios: su hija. Y por ella, por esa niña que nació del dolor pero que merecía amor, decidí no rendirse.




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