Vivir con esa carga invisible fue como caminar con una mochila llena de piedras que nadie más veía. Por fuera, parecía que todo seguía igual. Sonreía, cuidaba a mí hija, intentaba ser fuerte. Pero por dentro, la culpa la consumía, aunque no fuera mi culpa. Sentía que mi cuerpo ya no era suyo. Que estaba marcado, manchado, como si ya no mereciera ternura ni amor. Hubo días en que no se quiso tocar, en que evitaba los espejos, en que lloraba a escondidas por sentir que su valor había desaparecido con todo lo que había vivido.
Se encerró en sí misma. Desconfiaba de todos. Pensaba que si alguien la conocía por completo, se iría. Así que construyó un muro a su alrededor, alto y grueso. Prefería alejarse antes de ser rechazada. Prefería quedarse sola antes de volver a entregar su corazón y que lo rompieran otra vez. Por dentro gritaba, pero nadie me escuchaba. Porque mí dolor no era evidente. No tenía forma. No tenía nombre fácil de explicar.
Cada vez que alguien intentaba acercarse, mi mente le susurraba: “Si supieran todo de ti, no se quedarían.” Y esa idea me perseguía como una sombra. A veces me sentía sucia. Otras veces, sentía rabia. Contra el mundo, contra él, contra todos los que me fallaron. Pero la mayoría del tiempo sentía tristeza. Una tristeza tan profunda que dolía incluso en los huesos.
Y sin embargo, ahí seguía.
A pesar de todo, me levantaba. A pesar de las noches en vela, del dolor en el pecho, de los pensamientos oscuros… seguía luchando. Tal vez por costumbre. Tal vez por mi hija. Tal vez por esa parte de ella que aún creía —aunque fuera muy, muy bajito— que su historia no tenía por qué terminar así.
Porque sí, me arrebataron mucho. Pero no le quitaron las ganas de volver a sentir algo distinto. Algo que no duela. Algo que la abrace por dentro. Y aunque aún no sabe cómo empezar, aunque el camino se ve lejano… el deseo de sanar, de reconstruirse, ya está sembrado. Y eso, aunque yo no lo note todavía, es una forma de esperanza.