Narra Gabriel
Estaba acostumbrado a la disciplina, a la serenidad de mi vida estructurada. Tenía 40 años, y mi mundo estaba lleno de normas, reglas no escritas que nunca había considerado romper. Pero ella... Alicia, la novia de mi hijo, había logrado que todo cambiara. Nunca lo busqué, nunca lo planeé, pero desde el primer momento en que la vi, supe que algo en mí se había encendido, algo que no podía apagar.
Era joven, tenía 20 años, pero algo en su mirada, en la forma en que me observaba, me hacía sentir como si hubiera estado esperando toda mi vida para encontrarla. A veces me preguntaba si me había dado cuenta de la intensidad de mi atracción hacia ella desde el principio, o si fue algo que creció poco a poco, como un fuego que comienza en un rincón oscuro y crece hasta envolver todo a su paso.
Lo sabía, era absolutamente consciente de lo que esto significaba: ella era la novia de mi hijo. Yo era su suegro. ¿Cómo podía incluso pensar en ella de esa manera? Sabía que todo esto era peligroso, que cualquier paso en falso podría destruir la relación que había cuidado por años, la relación que había formado con Marcos. Pero aún así, no podía evitarlo.
Cada vez que me cruzaba con Alicia, algo en su presencia me dejaba sin aliento. Tenía esa juventud, esa frescura que a veces olvidamos con el paso de los años, esa energía que no podía ser ignorada. Su forma de sonreír, la suavidad de su piel, el brillo en sus ojos... todo en ella me atraía con una fuerza imparable. Y lo peor de todo, era que sabía que ella sentía lo mismo.
No sé cuándo comenzó todo esto, ni cómo sucedió, pero cuando comenzamos a intercambiar mensajes, las barreras que había puesto en mi mente se fueron desmoronando. Cada conversación con ella me llenaba de una ansiedad deliciosa, como si estuviera al borde de algo que no debería, pero que me impulsaba a seguir adelante.
Recuerdo la primera vez que me dijo que quería hablar más, que quería saber más de mí. Pensé que era una tontería, una forma de acercarse para hablar de algo trivial, pero cuando la vi en la pantalla, esa noche en que nos conectamos por video, su mirada me atravesó. Fue entonces cuando lo entendí, cuando supe que no podría detenerme. El deseo estaba allí, justo frente a mí, y lo quería más de lo que podía admitir.
La conversación había sido... peligrosa. Hablamos de todo, de la vida, de nuestras diferencias, de lo que nos atraía el uno del otro. Y aunque no lo dije en voz alta, sentí como si sus palabras, sus risas, y hasta su silencio, estuvieran diseñados para acercarse a mí, para provocar algo en mí que ya estaba latente.
Pensé en lo prohibido, en lo que nunca debería haber considerado. Ella era demasiado joven, demasiado ajena a lo que realmente significaba esa atracción. Y, más importante aún, era la novia de mi hijo. Un pecado en su forma más pura.
Pero la tentación no tenía fronteras. En el fondo, sabía que cualquier cosa que ocurriera entre nosotros sería solo un escape. Un juego. Algo que no dejaría de ser lo que era: un error. Pero la seducción de lo prohibido no me dejaba pensar claramente. Cada mensaje suyo me enviaba una corriente eléctrica que me recorría la columna vertebral, y cada vez que me conectaba a esa videollamada, sentía que el mundo entero se desvanecía alrededor de nosotros, que solo quedábamos ella y yo, atrapados en una red de deseo que ninguno de los dos parecía querer cortar.
La sensación de poder, de control, de estar jugando un juego peligroso me fascinaba. Y aunque me decía a mí mismo que era solo un momento pasajero, que esto no debería continuar, no podía dejar de pensar en ella.
La verdad, lo que más me intrigaba de Alicia no era solo su cuerpo, sino su mente. Su ingenuidad, su forma de ver el mundo, su búsqueda de respuestas en una vida llena de incertidumbre. Me preguntaba si estaba buscando algo más, algo que solo yo podría ofrecerle. Era una sensación extraña, casi adictiva. El hecho de que ella estuviera tan cerca, tan dispuesta a entrar en mi mundo, lo hacía todo más tentador.
Cada vez que me despertaba por la mañana, la primera imagen en mi mente era la de su rostro en la pantalla del teléfono. Y cuando no estábamos hablando, me encontraba deseando que las horas pasaran más rápido, que cada conversación fuera más intensa que la anterior. La atracción era mutua, lo sabíamos, pero ambos nos manteníamos al borde de lo que podía ser una caída fatal.
Lo prohibido siempre tiene una forma especial de atraer a las personas. Es como si el simple hecho de saber que no puedes hacerlo lo haga aún más deseable. Y cada vez que pensaba en todo lo que podría perder, lo único que veía en mi mente era su imagen, la forma en que su cuerpo se movía, cómo su mirada se mantenía fija en mí. Me aterraba la idea de lo que podríamos hacer, pero al mismo tiempo, me excitaba profundamente.
La relación con Alicia ya no podía seguir siendo solo platónica, no después de todo lo que había sucedido. Estaba atrapado en una maraña de pensamientos y deseos que no podía controlar. Y aunque trataba de mantener mi distancia, su presencia en mi vida se volvía más innegable cada día. Lo sabía, lo sentía, y aún así no podía detenerme.
Porque en el fondo, no quería hacerlo.