Lo que no se puede nombrar

Capítulo 12

Narra Gabriel

La charla en el café comenzó como todas las demás: un intercambio de miradas, sonrisas fugaces y palabras que parecían cuidadosamente elegidas. Pero algo había cambiado. La distancia entre Alicia y yo había disminuido, de una forma casi peligrosa. No solo nos encontrábamos cerca físicamente, sino que, en el aire entre nosotros, la atracción crecía de una forma casi palpable.

Mientras ella hablaba sobre su día, su voz sonaba más suave de lo habitual, como si cada palabra estuviera impregnada con algo más. Algo que no podría explicarse con simples frases. Era su presencia, la manera en que se movía, lo que hacía que mi mente se nublara. No podía evitarla. El deseo crecía como una tormenta que se acumulaba, a punto de desbordarse.

De repente, cuando sus palabras se hicieron más vagas, como si estuviera hablando solo para llenar el espacio, mi mano se deslizó lentamente bajo la mesa. Sin pensarlo, mis dedos rozaron su pierna. Un roce sutil, casi inocente, pero lo suficiente para que ella se quedara en silencio por un segundo. La tensión creció al instante, y aunque no intercambiamos miradas, sabía que ella lo había sentido.

Su respiración cambió, y no fue necesario decir una palabra para entender lo que estaba ocurriendo entre nosotros. A medida que mi mano recorría suavemente su pierna, ella no se apartó, pero tampoco se movió para acercarse más. Estaba, de alguna manera, esperando que dijera algo. Que propusiera algo. Sabía que, al igual que yo, estaba atrapada entre lo que deseaba y lo que sabía que no debía.

“¿Sabes, Alicia?”, dije finalmente, mi voz más baja de lo habitual, casi como si estuviera rompiendo una regla tácita. “No puedo dejar de pensar en lo que esto significa… lo que podríamos hacer”. Mis dedos continuaban tocando la tela de su falda, sin prisa, pero con una seguridad que solo aumentaba la intensidad del momento. “¿Qué tal si vamos a un lugar más privado?”, añadí, mi tono deslizándose en una invitación sutil, casi en susurro.

Sus ojos se encontraron con los míos por un instante. No necesitaba que respondiera de inmediato; su expresión lo decía todo. Pero había algo en sus ojos, una chispa de desafío y deseo, como si hubiera tomado la decisión de seguir adelante, aunque los dos sabíamos que lo que estábamos a punto de hacer estaba más allá de lo correcto.

El roce de mis dedos se detuvo por un segundo, solo para que pudiera observar su reacción. No apartó la pierna, pero tampoco se acercó más. Era como si estuviéramos midiendo el momento, sabiendo que todo lo que hiciera cualquiera de los dos podría hacer que la situación tomara un rumbo irreversible.

“¿Sabes que esto… esto no debería estar pasando?”, dijo Alicia, pero sus palabras sonaban vacías. No había verdadera negación en su voz. Más bien, una aceptación silenciosa de que todo lo que se había acumulado entre nosotros no podía ignorarse.

“No lo sé”, respondí, mi mano moviéndose hacia su rodilla con delicadeza, un gesto que fue más una confirmación que una pregunta. “Pero ahora estamos aquí, ¿no? Y no puedo dejar de pensar en lo que podría suceder si simplemente cruzamos esa línea.”

El silencio se volvió denso, pero ya no era incómodo. Era el tipo de silencio que precede a algo inevitable. Alicia me miró fijamente, y por un momento, creí que podría ser ella quien diera el paso final, pero no lo hizo. La expectación entre nosotros se llenó de tensión, como una cuerda a punto de romperse.

Finalmente, sus labios se abrieron, pero no fue para decirme que me detuviera. “Está bien”, dijo, casi sin poder evitar una sonrisa que delataba lo que en realidad sentía. “Vamos. Pero solo un poco más.”

Su respuesta fue todo lo que necesitaba escuchar. No hubo más palabras. Nos levantamos al mismo tiempo, como si estuviéramos siguiendo un guion no escrito que ambos sabíamos de memoria. Mientras salíamos del café, mis dedos aún rozaban su brazo con un toque fugaz, un toque que decía todo lo que no podíamos expresar con palabras.

Sabía que, al final, no había vuelta atrás. Lo que habíamos comenzado, lo que habíamos permitido que creciera, ahora nos arrastraba hacia un lugar del que no podría escapar. Pero, mientras caminábamos hacia el estacionamiento, la emoción de lo prohibido era más grande que cualquier otra cosa.




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