Miré la puerta cerrarse tras ella. Alicia. Mi Alicia.
El eco de sus pasos mientras se alejaba resonaba como una campanada en mi cabeza, marcando cada segundo que la distancia entre nosotros crecía. Me quedé inmóvil, con las manos apretadas a los costados, incapaz de procesar la maraña de emociones que me atravesaban.
No era esto lo que quería. No de esta manera.
Caminé hacia la mesa cercana, apoyando ambas manos en su superficie fría y dejando que mi cabeza cayera entre los hombros. Había perdido el control. En todos los sentidos posibles.
Cuando acepté mis sentimientos por Alicia, lo hice pensando que podía manejarlo. Que había aprendido, después de tantos años, a dividir las emociones de las decisiones. Pero ella había atravesado todas las barreras que había construido cuidadosamente, y ahora me encontraba atrapado, peleando entre mi necesidad de protegerla y mi incapacidad para dejarla ir.
La decisión del rastreador había sido pragmática, no un impulso. Sabía que no era lo correcto, pero en mi mundo, lo correcto era un lujo que no podía permitirme. Había enemigos. Personas que podrían utilizarla como una herramienta para llegar a mí si descubrían nuestra relación. Lo peor era que esas amenazas no eran externas. Eran internas, nacidas del caos que había permitido crecer a mi alrededor.
Marco.
Solo pensar en él hacía que mi sangre se agitara. Había intentado racionalizarlo: "Es mi hijo. No puede entenderlo. Alicia fue su elección antes de ser la mía." Pero no importaba cuánto lo repitiera, esa racionalidad no disminuía la rabia que hervía bajo la superficie. Él no la merecía. Nunca la había merecido.
Mis pensamientos me llevaron a ese día, cuando lo enfrenté en su oficina. Vi el reflejo de su egoísmo, de su inmadurez, y supe, en ese instante, que no era apto para cuidar a alguien como Alicia. Ella necesitaba a alguien que pudiera protegerla, que pudiera guiarla y que, a pesar de todo, la dejara ser libre.
Pero ¿era yo ese hombre?
Giré hacia el espejo que colgaba en la pared. Mi reflejo parecía cansado, más viejo de lo que recordaba. La culpa y la obsesión habían dejado marcas invisibles, y por primera vez en años, me pregunté si realmente tenía la fuerza para continuar con esta farsa de control.
No podía dejarla ir, pero mantenerla a mi lado implicaba arrastrarla a un mundo del que no podría salir ilesa. ¿Qué tipo de hombre la pone en peligro y se atreve a llamarlo amor?
Suspiré profundamente y saqué mi teléfono del bolsillo. Lo encendí, y el punto rojo del rastreador en el mapa me confirmó que Alicia había llegado a su apartamento. Estaba a salvo, por ahora.
Pero la conversación de esta noche seguía dándome vueltas en la cabeza. Sus palabras, sus ojos llenos de decepción. Esa misma decepción que había visto tantas veces antes, en personas que habían esperado algo más de mí. La diferencia era que esta vez dolía. Dolía porque sabía que había fallado de verdad.
"Gabriel," me susurró una voz en mi mente, como si ella aún estuviera aquí.
Negué con la cabeza, intentando despejarla. Pero en su lugar, agarré el vaso de whisky que estaba en la mesa y lo apreté entre mis dedos, sintiendo el peso del cristal contra mi piel. La bebida quemó mi garganta, pero no lo suficiente como para apagar la sensación de vacío.
Tenía que decidir.
Si realmente quería protegerla, tendría que dejarla ir. Pero si la dejaba ir, ¿quién sería yo? ¿Qué quedaría de mí sin Alicia?
"Es solo una chica," me dije, tratando de convencerme. Pero las palabras sonaban vacías, incluso para mí.
Apreté los dientes. El mundo no era justo. El amor no era justo. Si había algo que sabía con certeza, era esto: en este juego, no se trataba de lo que estaba bien o mal, sino de lo que uno estaba dispuesto a arriesgar para quedarse con lo que deseaba.
Y yo estaba dispuesto a arriesgarlo todo.
Incluso si eso significaba perderla en el proceso.