Lo que no se ve de la realidad

El precio del silencio

El olor a grasa vieja y detergente barato era lo primero que se sentía al entrar por la puerta trasera. Un timbre oxidado chillaba cuando Elías pasaba el umbral. Tenía la camisa negra de siempre, el pantalón gastado, la mirada baja. Nadie lo saludaba. Nadie lo esperaba.

Eran las ocho de la mañana y ya estaba fregando platos.

—Oye, ¿otra vez tú abriste? —preguntó una voz femenina detrás. Era Sofía, una de las meseras. Tenía unos veintitrés, pelo teñido de rojo y mirada cansada.
—Sí. —Elías no levantó la vista.
—Te van a seguir explotando si no les dices nada, ¿sabías?
—Lo sé. —Y siguió fregando.

Sofía se encogió de hombros. Ella también necesitaba el trabajo. También callaba. A veces lo defendía si el jefe se pasaba de la raya, pero no podía hacer mucho más. No era amiga. Solo alguien que también estaba atrapada.

A las nueve comenzaron a llegar los demás. Uno tras otro, con pasos arrastrados y bostezos mal disimulados. El jefe entró a las nueve y cuarto, como siempre. Con su camisa desabrochada, la barriga por delante y los gritos listos para usar.

—¡Elías! ¡Esa cocina está como si hubieran cocinado con los pies!
—Ya limpié. Faltan las planchas.
—¡Pues apúrate! ¡Y no pongas cara de víctima!

Lo decía siempre, como si fuera un chiste. Como si él no supiera que Elías, en efecto, lo era.

Los clientes empezaron a llegar. Un flujo lento, constante. Elías no salía al salón. Su lugar era detrás, donde nadie lo viera. Lavando platos, limpiando mesas, llevando bandejas sin ser visto. Los cocineros a veces le dirigían alguna palabra. Frases sueltas.

—Pásame más cebolla.
—Esa carne no va ahí.
—¿Hoy también estudias?

Elías respondía con monosílabos. No porque no quisiera hablar. Sino porque hablar significaba abrir una puerta que él mantenía cerrada con candado.

Al mediodía, se quemó la mano con una bandeja caliente. No dijo nada. Solo la metió bajo el agua fría, sin hacer ruido. Sofía lo vio, le trajo un poco de hielo envuelto en una servilleta.

—No deberías aguantar tanto. Te vas a romper —le dijo en voz baja.

Elías no respondió. Ya estaba roto.

A las tres de la tarde pudo sentarse por unos minutos. Apoyó la espalda en la pared del almacén y cerró los ojos. Tenía hambre. Mucha. Pero no podía gastar lo poco que tenía. Se conformó con el pan duro que sobró de la mañana.

Escuchó risas afuera. Uno de los nuevos hacía chistes. Otros se burlaban de algún cliente. La vida seguía para ellos. A pesar de todo. Elías, en cambio, solo pensaba en el examen de esa noche. No había estudiado. No había podido.

Sacó sus apuntes arrugados del bolsillo. Empezó a repasar entre líneas mal escritas y manchas de grasa. Su letra temblaba. Como sus manos.

—¿Eso es de contabilidad? —preguntó uno de los cocineros que pasaba.
—Sí. —Elías no levantó la cabeza.
—Yo dejé eso en el segundo semestre. Era una mierda. Suerte, flaco.

Se rió y siguió caminando.

Elías también quiso reír. Pero no pudo.

Cuando terminó el turno, eran casi las seis. Nadie le dijo adiós. Nadie lo detuvo. Solo Sofía le lanzó una mirada rápida antes de meterse al baño. Un gesto mudo que significaba “aguanta un poco más”.

Caminó por las calles grises, con la mochila colgando del hombro. El sol ya caía, y el aire era más frío. Pero él estaba acostumbrado. Al frío. Al silencio. A la indiferencia.

No sabía cuántos días más aguantaría. Solo sabía que debía aguantar.

Tenía que estudiar. Tenía que trabajar. Tenía que limpiar la casa. Tenía que cuidar a sus hermanos. Tenía que callar.

Y entonces, ¿quién lo cuidaba a él?

"¿Qué cosa hace que una persona cambie?"
Quizás el cansancio. Quizás el dolor.
O quizás… una mirada que no lo juzgue.

Pero eso aún estaba lejos.
Muy lejos.




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