Elías llegó a la universidad con los pies entumecidos por tanto andar, los hombros caídos bajo el peso de su mochila y la mente girando entre fórmulas contables y recuerdos que preferiría olvidar. Su camiseta aún conservaba el olor de la cocina y la humedad de la servilleta con la que se había limpiado una quemadura.
Subió las escaleras sin prisa. Las paredes grises del edificio no eran más bonitas que las del restaurante donde trabajaba, pero ahí, entre apuntes desordenados y voces jóvenes, sentía que podía respirar. Un poco.
Ese lugar no era hogar. Pero era lo más parecido a uno que conocía.
Entró al aula y buscó su asiento de siempre: el del fondo, cerca de la ventana. No era por timidez, sino porque desde ahí podía ver el cielo. Aunque fuera un trozo pequeño entre edificios, le recordaba que había algo más allá de su rutina.
—Llegaste justo a tiempo, milagro andante —le susurró una voz alegre a su lado.
Faith. Cabello trenzado, ojos vivos, ropa sencilla. Siempre con una sonrisa lista. Siempre mirándolo como si supiera lo que él callaba.
Elías forzó una media sonrisa.
—Milagro no, costumbre.
—¿Dormiste algo?
—Lo suficiente para no morir.
—Genial. Porque hoy hay prueba sorpresa.
Él se tensó. No por la prueba. Sino porque sabía que su cabeza no iba a rendir. Que su cuerpo quería rendirse. Que las letras empezaban a bailarle frente a los ojos.
Faith lo notó. Siempre lo notaba.
—Tranquilo, la vamos a pasar juntos. Como siempre.
—Gracias, Faith.
Nadie le decía su nombre con tanta calma. Con tanto respeto. Con tanto cariño sin condiciones.
La clase comenzó. El profesor hablaba de balances, activos y pasivos. Elías tomaba notas rápidas, su letra temblorosa por el cansancio. Cada tanto, cerraba los ojos apenas un segundo, y Faith le daba un leve codazo para mantenerlo despierto.
Durante el descanso, salieron al pequeño patio interior. Faith le ofreció una barrita de cereal. Él dudó, pero la aceptó. No había comido nada desde el pan duro del mediodía.
—¿A veces te dan ganas de rendirte? —le preguntó, sin mirarla.
—Sí. Pero justo después, me acuerdo de por qué estoy aquí.
—¿Y por qué estás aquí?
—Porque mi mamá dejó de estudiar por criarme. Y yo quiero que sienta que valió la pena. ¿Y tú? ¿Por qué no te vas? ¿Por qué sigues?
Elías tardó en responder. No porque no supiera. Sino porque dolía decirlo.
—Porque si no termino esto… no salgo nunca.
—¿De casa?
—De todo.
Faith bajó la mirada. Ella no sabía exactamente qué pasaba en su vida. Solo sospechaba cosas. Pero no lo forzaba. Y por eso, él la apreciaba más que a nadie.
—A veces pienso —dijo él, muy bajito— que si termino la carrera, voy a poder dormir tranquilo. Aunque sea una vez.
Faith le puso una mano en el hombro. No dijo nada. No hacía falta.
Cuando volvieron al aula, Elías tenía los ojos un poco más abiertos. Se sentó derecho. Tomó el lápiz con más firmeza. Tenía hambre, tenía dolor, tenía miedo.
Pero también tenía a Faith.
Y tenía la certeza de que ese aula, aunque fuera frío y silencioso, era el único lugar donde su vida no se deshacía.
Al final de la clase, Faith lo acompañó hasta la entrada.
—¿Vas a estudiar más esta noche?
—Un rato.
—Prométeme que dormirás algo.
—Prometido.
—No me mientas, Elías.
—Nunca te mentiría a ti.
Se despidieron con una sonrisa. Cada uno se fue por su camino.
Él volvió a casa. A limpiar, a aguantar. A callar.
Pero en su bolsillo guardaba una hoja con fórmulas. Y en el pecho, una palabra que no se atrevía a pronunciar: esperanza.
Editado: 14.05.2025