La tarde cayó como una manta húmeda sobre la ciudad, espesa y sin promesas. Elías salió del trabajo con la camisa empapada de sudor, aceite y resignación. Caminaba encorvado, no por la costumbre, sino por el golpe que le habían dado hacía unas horas.
En el estómago. Fuerte. Suficiente para dejarlo sin aire.
No fue la primera vez. Pero esa vez… fue diferente.
Todo comenzó con una orden mal escuchada en medio del bullicio del local. Elías confundió dos platos, y uno de los cocineros explotó.
—¡Te dije tres hamburguesas con papas, no con arroz, imbécil!
El grito hizo que todos voltearan. Los clientes. Los meseros. Nadie hizo nada.
—Lo siento, yo...
—¿Siempre lo mismo contigo! —Y entonces vino el puño, directo a su abdomen.
Elías se dobló en seco, pero no dijo nada. No lloró. No protestó.
Solo volvió al trabajo como si nada.
Más tarde, en la parte trasera del local, mientras lavaba los platos con las manos temblorosas, escuchó a sus compañeros reír. Uno de ellos dijo algo como:
—Ese chico parece que vive para que lo pisoteen.
Y no supo si se refería a él… pero lo sintió igual.
Cuando terminó su turno, caminó hacia su casa. Cada paso era una punzada. El estómago le ardía, y con cada respiración se le revolvía la garganta.
Al llegar, su padrastro lo esperaba en la puerta.
—¿Dónde carajos estabas?
—Trabajando.
—¡Mentira! Seguro andas de vago. No limpiaste nada. ¡Nada!
—Yo lo hago ahora, solo déjame...
No lo dejó terminar. La cachetada no fue tan fuerte como otras veces, pero fue seca, sonora. Elías no reaccionó. Solo bajó la mirada, apretó los dientes.
No quería llorar. No ahí. No más.
Esa noche no limpió nada. Tampoco durmió. Salió sin hacer ruido, con la misma ropa, con los ojos vacíos.
Caminó sin rumbo. Cruzó calles, bajó esquinas, se alejó de todo lo conocido. El dolor en el estómago seguía ahí, pero ya no importaba.
Todo dolía menos que su vida.
Compró una botella barata en una tienda abierta hasta tarde.
No recordaba la última vez que había bebido.
Ni si alguna vez lo había hecho.
Se sentó en un parque, una banca solitaria, bajo una farola que parpadeaba. Bebió. Tosió. Bebió de nuevo.
El alcohol bajaba por su garganta como si lo deshiciera por dentro. Pero por fuera, al menos por fuera, todo parecía más lento.
Se dejó caer hacia atrás, con la vista al cielo.
—¿Por qué sigo…? —murmuró. Nadie respondió.
Ni Dios, ni el viento, ni la noche.
Y fue entonces, entre los restos de lágrimas secas y el vidrio medio vacío en su mano, que una silueta apareció en la distancia.
Alguien lo miraba.
Y aunque él no lo supiera aún, esa noche que dolió tanto… era también la noche en que su vida comenzaría a cambiar.
Editado: 14.05.2025