Lo que no se ve de la realidad

Lo que no sabía que buscaba

Alan nunca caminaba de noche. No por miedo, sino porque no lo necesitaba. Su vida tenía un orden casi perfecto: despertaba a la misma hora, desayunaba con su madre, estudiaba con esmero, cumplía en casa y dormía temprano. Cada segundo de su rutina era una línea recta.
Pero esa noche… algo se rompió.

Quizá fue la discusión con su padre durante la cena. O el silencio que se instaló después entre todos los cubiertos.
Quizá fue la manera en la que su madre lo miró, como si no pudiera hacer nada para salvar a nadie.
O tal vez fue simplemente la sensación de que todo lo que tenía… no lo llenaba.

Salió de casa sin avisar.
No sabía a dónde iba, pero quería respirar aire que no oliera a paredes perfectas.

Caminó por calles que solo conocía de día, se cruzó con gente que evitaba su mirada. Pero a él no le importaba. Seguía andando como si estuviera buscando algo…
o alguien.

Fue entonces cuando lo vio.

Primero fue una silueta.
Una figura encorvada en una banca, bajo una farola enferma que parpadeaba sin ritmo.
Pensó que era un borracho cualquiera.
Pero luego, algo lo obligó a detenerse.

Sus ojos, siempre tan serenos, se aferraron al chico con una mezcla de desconcierto y algo más…
¿Compasión?
¿Curiosidad?
¿Un lazo invisible que no supo nombrar?

Se acercó un poco, sin hacer ruido.
El chico tenía una botella a medio terminar colgando de su mano. El rostro oculto entre el cabello. La ropa desordenada.
Y aún así… había algo profundamente triste en él.
Tan triste que se sintió obligado a quedarse quieto, como si interrumpir ese dolor fuera pecado.

Alan pensó en volver. En dejarlo. En respetar su espacio.
Pero no pudo.

Algo en su interior, algo que nunca antes había sentido, lo detuvo.

“¿Por qué me importas… si no te conozco?”, pensó.

Elías murmuró algo en voz baja. Alan no entendió qué fue, pero su voz quebrada era como un cristal estallando en cámara lenta.

Se acercó, apenas un paso. Luego otro.

—¿Estás bien? —preguntó con cuidado.

El chico no respondió. Ni lo miró.

Alan se sentó en el borde de la banca, sin invadir. Solo para estar cerca. Por si acaso.
Le costaba entenderse a sí mismo. Nunca había sido impulsivo. Nunca se había dejado llevar por la emoción.
Pero había algo en ese extraño… que removía todo.

Mientras lo observaba, notó sus manos. Heridas. Su camiseta manchada.
Y el leve temblor de su cuerpo.
No por frío. Sino por todo lo que cargaba encima.

“¿Quién te hizo esto?”, pensó.

Quiso preguntarle su nombre. Quiso decirle que todo estaría bien.
Pero no mentía.
Y no sabía si estaría bien.

Así que solo se quedó allí. En silencio.
A su lado.

Y por primera vez en su vida, Alan sintió que había algo —alguien— que no podía ignorar.




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