El chico se movió. Apenas.
Alan no sabía cuánto tiempo llevaba sentado a su lado, observando el lento desmoronarse de quien ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Lo vio intentar incorporarse, tambaleante, con la botella cayendo a sus pies.
Alan se levantó también, en reflejo. Estaba atento. Presto a sostenerlo si era necesario. Pero el chico no pidió ayuda.
No la buscó.
Solo caminó.
Y entonces Alan dudó.
Podía irse. Volver a casa, olvidar todo esto, regresar a su mundo de certezas.
Pero no lo hizo.
Algo lo ató.
Tal vez fue ese temblor leve en sus pasos. O la forma en la que apretaba los puños como si se aferrara al poco orgullo que le quedaba.
Tal vez fue esa rabia muda que parecía cubrirle la espalda.
Alan caminó tras él. No demasiado cerca. No con intenciones invasivas.
Pero lo siguió.
Callado.
Con el corazón latiendo más fuerte de lo que recordaba.
Las calles que tomaban no eran seguras. Las luces eran escasas y las paredes hablaban con grafitis y cicatrices.
Alan jamás había estado en ese barrio.
Y sin embargo, no podía detenerse.
El chico entró a una casa. Vieja. Con la pintura carcomida y las rejas dobladas como si alguien hubiese forcejeado más de una vez.
Alan se detuvo al otro lado de la calle, oculto por la sombra. Lo vio sacar una llave de su bolsillo con dificultad. Temblaba.
Finalmente entró, y la puerta se cerró con un sonido hueco. Como un portazo de abandono.
Alan se quedó ahí, mirando la fachada, preguntándose qué pasaba detrás de esas paredes.
Quería irse, de verdad que sí.
Pero el pecho le dolía. Y no sabía por qué.
Volvió a casa sin saber en qué estaba pensando.
No durmió.
Al día siguiente, no escuchó las clases.
Ni comió.
Ni fingió.
Solo pensaba en él. En ese chico de mirada vacía. En sus manos heridas. En sus pasos arrastrados.
Y en todo lo que no sabía de él, pero que quería saber.
Se preguntaba por qué le importaba tanto alguien que apenas había dicho una palabra.
Y entonces lo entendió:
Porque fue real.
Porque su dolor era tan honesto que lo desgarró.
Porque lo vio.
Y no pudo mirar hacia otro lado.
Alan miró el techo de su cuarto, en silencio.
“¿Cómo puede alguien vivir así?”, pensó.
Su voz interior tembló, como si la pregunta le hiciera daño.
No encontró respuesta.
Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que su mundo no era tan grande como creía.
Que afuera había realidades que dolían.
Y que alguien —él— había empezado a sentirlas.
Alan no sabía que en ese momento, su vida ya había cambiado.
Editado: 14.05.2025