Lo que no se ve de la realidad

Ojos sobre mi sin saberlo

Despertó entre sombras, aunque el sol ya había trepado al cielo.
La habitación, pequeña y austera, olía a polvo viejo y ropa húmeda.
Elías sintió el crujido de su espalda al intentar incorporarse. Una punzada seca en el estómago le robó el aliento.

Recordó el golpe.

Se llevó una mano a la zona adolorida, con cuidado, como si pudiera mitigar el daño solo con tocarlo.
Luego vino el otro dolor: la garganta reseca, la lengua áspera, el sabor amargo de una noche que no debía haber ocurrido.

El parque.
El llanto.
El alcohol.
Y… esos ojos.

Apenas una figura en su memoria. Un chico. Más alto, cabello claro —o al menos eso creía—, ojos abiertos como si lo miraran por dentro.
Era solo una sombra en su recuerdo, pero se quedó.

Elías cerró los ojos.

No es la primera vez que me rompo… pero es la primera vez que alguien mira.

Con esfuerzo, se puso de pie. Se vistió con lo poco limpio que tenía, cubriéndose con una chaqueta de segunda que ya no abrigaba.
Revisó su mochila. Apuntes desordenados, un libro prestado, una botella con algo de agua y una barrita de cereal que no recordaba haber guardado.
Su desayuno.

Tomó el bus hacia la universidad como si flotara. No por ligereza, sino por cansancio.
Las conversaciones a su alrededor eran un murmullo lejano, incomprensible.

Al llegar, Faith ya lo esperaba sentada en su pupitre, con la cabeza recostada en sus propios apuntes.
Elías sintió, por un segundo, que ese rincón era lo más cercano que tenía a un hogar.

Ella alzó la cabeza apenas lo vio.

—Te ves peor que ayer.
—Gracias —respondió él con voz seca.
—No es un insulto, es preocupación. Aunque si quieres lo hago sonar bonito: "te ves como una flor marchita".

Elías esbozó una sonrisa tan tenue que solo Faith notó que era real.
Sin decir más, ella sacó una barrita nueva y se la dejó en el banco.

—No desayunaste otra vez, ¿verdad?
—No me alcanzaba.
—Lo sé.

No necesitaba excusas. Faith no las pedía.
Ella era como su nombre: fe en algo más. En que todo podría cambiar.
Elías no lo creía, pero necesitaba pensar que tal vez… un poco de eso era posible.

Durante la clase, tomó apuntes mecánicamente, intentando mantenerse despierto.
Las letras se confundían. El estómago dolía. El golpe palpitaba bajo la ropa.

En un momento, se perdió. Cerró los ojos.
Y ahí volvió.

La mirada del chico del parque.
Ese instante en que alguien lo vio, y no apartó la vista.
Como si quisiera entenderlo.
Como si… doliera verlo así.

¿Por qué dolería?
Él estaba acostumbrado a ser invisible, o peor aún: a ser una carga.

Después de clases, Faith caminó con él hasta la salida.

—¿Vas al trabajo ahora?
—Sí.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, estaré bien.
—Elías…
—De verdad.

La interrumpió con suavidad, pero con firmeza.
No quería que ella viera en qué tipo de ambiente trabajaba.
No quería que se manchara también.

Elías tomó el tren hacia el lado opuesto de la ciudad. El vagón iba repleto. Empujones, gritos, bocas abiertas comiendo frituras.
Él, quieto en una esquina, pensaba en sobrevivir el día.
Solo eso.

Llegó al restaurante, se cambió con rapidez, escondió su mochila en un casillero que nunca cerraba y comenzó.
Mesas sucias.
Vasos amontonados.
Un jefe que gritaba.
Compañeros que apenas lo miraban.

—¡Muévete más rápido, Elías! —escupió el encargado.
—Sí, lo siento.
—¡No digas “lo siento”, hazlo mejor! ¿O quieres otro recordatorio?

Elías bajó la cabeza. Las demás personas en la cocina fingieron no escuchar.
Era más fácil así.
Él mismo se lo repetía todos los días.

Limpió, sirvió, lavó platos hasta que sus manos dolieron.
Cada gota de agua fría sobre los nudillos le recordaba que aún estaba ahí.
Presente.
Roto.
Pero vivo.

En un pequeño descanso, se sentó detrás del local.
Nadie más ahí.

Apoyó la cabeza en la pared húmeda, cerrando los ojos.

Y entonces volvió.
El recuerdo.
La mirada.

—¿Quién eras? —murmuró al aire.
No tenía nombre.
No sabía si lo había imaginado.
Pero algo en esa noche se había quedado con él.

No solo el dolor.
No solo la vergüenza.
Sino esa fugaz sensación de haber sido visto. De verdad.
Como si alguien hubiera rozado su alma con los ojos.

Elías suspiró.
Se levantó.
Volvió al trabajo.

Aún le quedaban platos que lavar, un hogar que limpiar, una madre que lo ignoraría, y un cuerpo que cada día pesaba más.

Pero por alguna razón, esa noche, antes de dormir, cuando volvió a su casa y se tumbó sin fuerzas sobre su cama…

se permitió pensar en aquel chico.

Y por primera vez en semanas, no lloró.




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