Alan no podía dejar de pensar en Elías. Había algo en él que no se borraba, algo que lo perseguía incluso en sus sueños. Su mirada apagada, su cuerpo siempre en tensión, el tono vacío de su voz. Y, sobre todo, el moretón que había descubierto por accidente, aquel que le reveló una parte de su mundo sin necesidad de palabras.
Después del incidente en el restaurante, Alan no tuvo dudas: tenía que hacer algo. Por eso, al día siguiente, regresó con la excusa más simple que se le ocurrió: había olvidado su cartera. No importaba que no hubiera pedido nada. No importaba que nadie pudiera reconocerlo. Lo que importaba era verlo otra vez.
Cuando Elías lo vio entrar, se detuvo un instante. Alan lo saludó con la mano, como si fueran viejos conocidos. Elías solo parpadeó. No estaba seguro de qué sentía. Agradecimiento, quizá. Confusión, sin duda. Y una pequeña chispa de algo cálido que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.
—¿Otra vez tú? —preguntó con voz baja cuando Alan se acercó al mostrador.
—Olvidé algo ayer —mintió Alan con una sonrisa torcida—. Mi dignidad, creo.
Elías soltó una leve risa. La primera desde hacía semanas. No duró mucho, pero fue suficiente para que Alan la atesorara.
—No creo que la encuentres aquí —respondió con una sonrisa cansada.
Alan pidió un café y se quedó sentado por más de una hora, observándolo entre las idas y venidas del servicio. No hablaban mucho, apenas intercambiaban frases cortas, pero bastaban para que Alan sintiera que, poco a poco, derribaba una muralla invisible.
Durante los días siguientes, Alan inventó más excusas. Un cuaderno perdido. Una recomendación de comida. Una supuesta tarea universitaria sobre locales pequeños. Todo era válido para justificar su presencia. Y aunque Elías no lo admitía, comenzó a esperarlo.
—¿Hoy también olvidaste algo? —preguntó una tarde mientras limpiaba una mesa.
—Sí. Tus ojos —respondió Alan, riendo antes de que Elías pudiera reaccionar.
Elías rodó los ojos, pero la sonrisa en sus labios fue real. No entendía por qué Alan insistía tanto. Ni por qué, cuando él estaba cerca, su pecho dolía un poco menos.
Una noche, Alan decidió quedarse hasta el cierre. Elías lo vio con desconfianza, pero no dijo nada. Cuando finalmente se quedaron solos, Elías recogía los vasos con movimientos lentos. Alan se levantó para ayudar, sin preguntar.
—No tienes que hacer eso —murmuró Elías.
—Y tú no tendrías que estar aquí hasta estas horas.
Elías bajó la mirada. Su silencio pesó más que cualquier protesta. Entonces, sin pensarlo mucho, Alan habló:
—¿Quieres que te acompañe a casa?
Elías lo miró. Sus labios se entreabrieron, pero no salió sonido. Dudó.
—No tienes que hacerlo.
—No es por deber —dijo Alan—. Es porque quiero.
El camino hasta el barrio de Elías fue silencioso. Alan no preguntó nada. No intentó forzar una conversación. Solo caminó a su lado, como si fuera lo más natural del mundo. Al llegar, Elías dudó en despedirse. Alan notó que la luz en el interior estaba encendida, y la sombra de una figura cruzaba el ventanal.
—¿Está todo bien en casa? —preguntó con suavidad.
—Sí —mintió Elías con rapidez.
Alan no insistió. Solo extendió la mano y le ofreció un chocolate que llevaba en el bolsillo.
—Por si necesitas un motivo para sonreír mañana.
Elías tomó el dulce sin saber por qué. Quizás porque lo necesitaba. Quizás porque Alan lo ofrecía sin pedir nada a cambio.
Editado: 14.05.2025