Lo que no se ve de la realidad

Lo que pesa y no se ve

La noche se había asentado con su manto de quietud en las calles de la ciudad. Los semáforos intermitentes y el murmullo distante del tránsito se mezclaban con el sonido lejano de voces apagadas. Tras una jornada agotadora en el restaurante, Elías salió del lugar con la espalda encorvada y las manos entumecidas por el trabajo. Con el uniforme aún impregnado de grasa y sudor, sus pasos eran pesados, como si cada uno llevara el peso de todo un mundo.

Mientras caminaba por una avenida poco transitada, se encontró con Alan, quien lo esperaba en la acera, apoyado en la verja metálica de una antigua parada de autobús. La luz amarilla de una farola parpadeante iluminaba la escena con destellos cálidos. Alan, aún con la ropa informal de la tarde, portaba una mochila y llevaba consigo una taza de café humeante. Sus ojos, brillantes y llenos de preocupación, se iluminaron al verlo acercarse.

—Hola, Elías —dijo Alan con voz suave, casi como un susurro que esperaba no espantar al cansado joven.

Elías levantó la mirada, sorprendido por la presencia de alguien que parecía genuinamente querer acercarse, no por obligación, sino por un impulso que superaba las barreras del silencio. Sin responder de inmediato, se detuvo unos instantes, dudando entre continuar solo su camino o aceptar aquella compañía inesperada. Finalmente, sus hombros se relajaron ligeramente y dio unos pasos al encuentro.

Ambos se dirigieron a una banca ubicada en un pequeño parque contiguo a una calle lateral. Allí, en un rincón casi olvidado por el bullicio cotidiano, se instaló una atmósfera en la que la soledad se transformaba en confianza.

—Sé que no nos conocemos de verdad —comenzó Alan, sentándose a un lado, dejando un pequeño espacio entre los dos—, pero cada vez que te veo, siento que hay algo en tus ojos que me dice que hay más en tu historia de lo que el resto del mundo deja ver.

Elías tragó saliva y, dudando, inclinó ligeramente la cabeza. Durante mucho tiempo había aprendido a callar; en su mundo, hablar de sus sentimientos o del dolor acumulado era un lujo que no se permitía. Pero aquella noche, algo en la voz de Alan, con su tono sincero y sin juicios, lo invitaba a dejar caer las barreras.

—No es fácil —confesó Elías, rompiendo el silencio. Su voz temblaba un poco—. Cada día parece que se suma un poco más de peso, y uno termina sintiendo que ya no puede cargar tanto.

El fresco de la noche se mezclaba con el vapor de las respiraciones cansadas mientras Alan asentía lentamente.

—A veces pienso que no se ve el dolor, aunque pese más que cualquier cosa… Pero si no lo compartimos con alguien, ese peso se vuelve insoportable. ¿Qué es lo que te pesa, Elías?

Elías miró sus manos, como si pudiera leer en ellas la historia de mil noches sin descanso. Durante un largo instante, se quedó en silencio, dejando que las palabras buscaran su cauce.

—Vivo entre trabajos, estudios, y una casa donde cada rincón me recuerda lo poco que tengo. Cada golpe, cada mirada de desprecio... todo se junta, y uno termina pensando que no merece algo mejor —dijo con voz baja, casi como si temiera que el sonido mismo pudiera quebrar la frágil calma.

Alan lo escuchó con atención, inclinando su cuerpo un poco hacia adelante, buscando ver cada matiz en la expresión de Elías. Con suavidad, tomó un sorbo de su café y luego preguntó:

—¿Y qué es lo que esperas? ¿Cómo te imaginas que podría ser un mañana distinto?

Elías rió sin tanta alegría, una risa seca, cargada de amargura pero con una chispa de anhelo.

—No sé, supongo que en otro mundo... donde no tenga que despertar con miedo, donde el hambre y la fatiga no me sean compañeros constantes. Siempre hay esa idea de salir de aquí… de escapar de lo que me aprisiona. Pero al mismo tiempo, no sé cómo hacerlo. ¿Y tú? Tú vienes de un mundo en el que parece que todo es tan… seguro, tan predecible.

Alan bajó la mirada unos instantes, como si recordara algo que había guardado durante años. Luego, con tono casi confidencial, dijo:

—Mamá solía decirme que la vida es como una caja de herramientas. A veces, todo lo que tenemos son las mismas herramientas de siempre, pero depende de nosotros utilizarlas para construir algo diferente. Yo siempre creí que tenía un mundo seguro y ordenado, pero después te vi... y me di cuenta de que hay heridas que no se pueden ver, cargas que no se meten en una maleta, y la verdadera riqueza no se mide en lo material, sino en la capacidad de sentir y de compartir.

Elías se quedó mirándolo, sorprendido por la sinceridad en esas palabras. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien lo veía por lo que era, que se interesaba en desarmar el dolor que llevaba consigo. La luna colgaba en el cielo, testigo silenciosa de una intimidad naciente.

—Siempre he pensado —continuó Alan, con voz suave— que a veces lo que parece un error o una desgracia es simplemente una forma de redirigir nuestro camino. Que el dolor, de alguna manera, puede enseñarnos a valorar la belleza de la vida. ¿No crees?

Elías suspiró y se recostó un poco en la banca, dejando que las palabras de Alan calaran hondo en él.

—Yo… tengo tanto miedo de que la vida me siga pasando factura. Cada día, al levantarme, siento que ya no tengo fuerzas para enfrentar otro golpe, otro rechazo. He visto demasiados rostros mirarme con indiferencia, y es difícil creer en la bondad cuando todo te grita que no vales nada.

Alan asintió, comprendiendo sin necesidad de más palabras. Miró hacia el horizonte, donde las luces lejanas de la ciudad titilaban como promesas inalcanzables, y luego volvió su atención a Elías.

—Pero mira, Elías. Aquí estamos, tú y yo. Y si bien el mundo puede ser frío y duro, siempre existe un rincón, un momento, en el que alguien se detiene a preguntarse por el otro. Yo, por ejemplo, no entendía del todo lo que era vivir con tanta carencia hasta que te vi. Ahora siento que tengo la responsabilidad—o tal vez el deseo—de ayudarte a encontrar algo de calor en este mundo.




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