Lo que no se ve de la realidad

Eres mi corazón

Elías estaba sentado solo en una de las mesas del patio del colegio. La jornada había terminado hacía rato, pero él no parecía tener prisa por irse. Miraba al cielo como si buscara respuestas en el movimiento lento de las nubes. Su cuaderno estaba abierto frente a él, pero el lápiz colgaba de sus dedos, sin intención alguna de volver a escribir.

Desde lejos, Alan lo observaba. No era la primera vez que lo veía así, tan callado, tan metido en sí mismo, tan... Elías. Había algo en su forma de quedarse quieto que llamaba su atención, como si el chico viviera en otro ritmo, en otro mundo donde nadie más sabía entrar.

Alan tenía una bolsa en la mano: galletas caseras que su madre había preparado esa mañana y un jugo de frutilla que aún conservaba frío. Dudó un momento. No era particularmente cercano a Elías, pero había algo en ese instante, en su figura solitaria, que lo hizo avanzar.

Se acercó por detrás, despacio, como si no quisiera romper la burbuja que rodeaba al otro chico. Cuando estuvo justo a su lado, le apoyó la mano en el hombro y, sin decir nada, lo besó con suavidad en la frente.

Elías parpadeó, atónito. Se quedó quieto, como si el simple gesto hubiera detenido el tiempo. Su cuerpo tembló apenas, y luego, de forma inevitable, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.

—¿Eh...? —Alan retrocedió apenas al ver el rostro de Elías descomponerse, su respiración volverse entrecortada.

—¿Por qué... hiciste eso...? —preguntó Elías en voz baja, con lágrimas deslizándose por sus mejillas—. Nadie... nunca...

—¡Hey, hey, no llores! —Alan se apresuró a sentarse junto a él, dejando la bolsa en la mesa—. Perdón si fue raro, yo solo... te vi ahí tan solo y... no sé, pareces un niñito que necesita un abrazo. Me salió sin pensar.

Elías soltó una risa rota entre sollozos y negó con la cabeza.

—No fue raro... fue lo más bonito que me han hecho.

Alan se quedó mirándolo, sintiendo un calor extraño en las mejillas. Se le encendieron las orejas.

—Eres... muy sensible —murmuró, medio riendo.

—Tú también, aunque no lo admitas —respondió Elías, con los ojos brillosos.

—Vamos —dijo Alan, levantando la bolsa—. Vamos a un parque, no me gusta verte triste aquí.

Elías asintió. Caminaron en silencio un rato hasta que llegaron a un parque tranquilo, rodeado de árboles y con bancos de madera. Alan eligió uno a la sombra y sacó la comida.

—Mi mamá hizo estas galletas. Te van a gustar.

—Tu mamá cocina para ti...

—Sí, y para los demás también. Le gusta que no falte nada. A veces exagera, pero... la verdad es que lo aprecio.

Elías probó una galleta y cerró los ojos.

—Están... increíbles.

Alan sonrió.

—¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás en modo poeta triste mirando las nubes?

—Leo. Escribo. Pienso. Demasiado a veces.

—¿Y qué quieres hacer cuando termines la escuela?

Elías lo miró un momento. Era una pregunta que nadie le hacía en serio.

—Quiero escribir. Quiero que mis palabras lleguen a alguien. Aunque sea a una sola persona.

Alan lo escuchó con atención, apoyando un brazo detrás del banco.

—Eso es hermoso. Creo que ya estás llegando. A mí, por ejemplo.

Elías sonrió.

—¿Y tú?

—Medicina. Quiero ser médico. Ver la diferencia entre vida y muerte de cerca, y poder hacer algo para inclinar la balanza. No sé si es muy ambicioso...

—Es... noble. Demasiado.

—¿Demasiado?

—Sí. Es el tipo de sueño que cambia el mundo.

Alan se quedó mirándolo y luego desvió la mirada, riendo un poco nervioso.

—Oye... ¿Quieres venir a mi casa un rato?

Elías abrió mucho los ojos.

—¿A tu casa?

—Sí. Quiero mostrarte algo. Y tengo ropa que te quedaría bien. Te la quiero regalar.

—¿Ropa?

Elías bajó la mirada, mordiéndose el labio.

—Pero... ¿por qué haces tanto por mí?

—Porque... no lo sé. Siento que si no lo hago, algo se pierde. Algo que no quiero perder.

Elías volvió a llorar, sin ruido esta vez, solo con la cabeza baja. Alan se apresuró a acercarse y lo abrazó con fuerza.

—¡No llores, no llores! Está todo bien. ¡Eres hermoso, Elías, no llores por favor!

Elías lo abrazó de vuelta, sintiendo el calor del cuerpo de Alan contra el suyo.

—Eres la mejor persona que he conocido —susurró.

Más tarde, ya en casa de Alan, la madre los recibió con sorpresa.

—¿Este es tu amigo? —preguntó, mirando a Elías de arriba abajo.

Alan sonrió ampliamente.

—Sí. Y quiero que le des de tu té de manzanilla. Él se lo merece todo.

Su madre no dijo nada más, pero alzó una ceja, sorprendida por la energía de su hijo.

Después de un rato, Alan sacó una caja del armario.

—Mira. Aquí hay ropa que ya no uso pero que está nueva. Te va a quedar perfecta.

Elías tocó una de las camisas como si fuera de cristal. Sus ojos brillaban de emoción.

—No puedo aceptar esto...

—Claro que puedes.

—Es demasiado...

—No lo es. Te lo juro.

Elías lo abrazó otra vez, con fuerza.

—Gracias. Gracias por... existir.

Más tarde, cuando volvió a su casa con la bolsa en la mano y la ropa doblada sobre un brazo, sus padres lo recibieron mal.

—¿De dónde sacaste eso?

—¿Lo robaste?

—¡Contesta, Elías!

Pero él no respondió. Por primera vez, no les respondió. Caminó directo a su cuarto, metió en una mochila las pocas cosas que tenía, y al salir, gritó:

—¡Me voy!

No hubo más palabras. Cerró la puerta, cruzó la calle, y caminó hasta el parque donde habían comido horas antes. Se sentó en el mismo banco, con la mochila en el regazo, y apoyó la cabeza contra el respaldo.

—¿Cómo sería el mundo si todos fueran como Alan? —susurró, justo antes de quedarse dormido.




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