Dos años habían pasado desde aquella noche en la que Elías, entre lágrimas, le había dicho a Alan que era su luz. Alan compró una casa y le rogó a Elías que se mudara con el, un sentimiento que guarda y no sabe como descifrarlo.
Veinticuatro cuatro meses en los que había descubierto lo que era vivir sin miedo. Había conocido la estabilidad de una rutina amable, el abrigo de una casa segura, el cariño de amigos que no pedían nada a cambio. Alan había estado allí, siempre firme, siempre atento, con una sonrisa que parecía curarlo todo. Incluso los recuerdos.
El trabajo en la librería se había convertido en su lugar favorito. A veces, cuando cerraba, Alan lo esperaba afuera con una bebida caliente. Caminaban juntos, conversando de cosas simples o compartiendo silencios. Ya no era el niño que dormía en el parque. Era Elías, el estudiante dedicado, el lector curioso, el chico que se había enamorado —aunque aún no lo dijera en voz alta— del único que le había enseñado lo que era el cuidado real.
Pero el cuerpo, a veces, guarda sus propias batallas.
Todo comenzó con un cansancio extraño. Al principio, Elías pensó que era por los estudios. Luego, por el trabajo. No le dijo nada a Alan, porque no quería preocuparlo. Pero Alan notaba los detalles: la forma en que se tocaba el pecho a veces, cómo tardaba más en subir las escaleras, ese mareo que lo hizo sentarse en medio del pasillo de la universidad.
—¿Estás bien? —le preguntó un día, cuando Elías apoyó la frente contra la mesa, jadeando suavemente.
—Sí… solo es agotamiento. Me desvelé con un ensayo —mintió.
Alan le creyó. Pero solo por un tiempo.
Una tarde lluviosa, Alan fue a buscarlo como siempre. Al llegar, lo encontró desmayado en la parte trasera de la librería.
El corazón se le detuvo.
—¡Elías!
Lo llevó cargando al hospital. No sintió el peso. Solo el miedo.
Horas después, el diagnóstico llegó.
Una enfermedad autoinmune. De esas que se esconden durante años y, cuando aparecen, lo hacen con fuerza. Alan no entendía bien los términos. Solo escuchaba: “sistema inmunológico débil”, “tratamiento largo”, “seguimiento constante”.
Y sentía que el mundo se le resquebrajaba.
Cuando Elías despertó, Alan estaba allí, con los ojos rojos y la mano entrelazada con la suya.
—¿Estoy…? —murmuró.
—Te va a tomar tiempo, pero vas a salir adelante. Estoy aquí, ¿sí? No estás solo —le dijo Alan, y su voz temblaba más que la de Elías.
Elías cerró los ojos.
—Lo sabía —susurró.
—¿Qué cosa?
—Que algo no estaba bien… pero tenía miedo de perder esto. Perderte.
Alan se inclinó y le besó la frente.
—No vas a perderme nunca. Aunque tu mundo se derrumbe, yo voy a estar justo en el centro, construyendo contigo.
Elías lloró en silencio, como hacía un año. Solo que esta vez no era por la tristeza… sino por el miedo.
En los días que siguieron, el cuerpo de Elías comenzó a mostrar los estragos. Pérdida de peso, fatiga constante, sensibilidad al frío. Alan reorganizó toda su vida. Cambió sus horarios, habló con sus profesores, buscó los mejores médicos.
—No me mires así —le decía Elías cuando lo encontraba observándolo con esa mezcla de ternura y preocupación.
—No puedo evitarlo. Eres la persona más valiente que conozco. Y tengo miedo. Pero más miedo me da no estar contigo en esto.
Una noche, Elías le dijo en voz baja:
—¿Y si no me recupero del todo?
Alan lo miró fijo.
—Entonces vivirás cada día con alguien que te va a amar aunque no puedas correr, ni subir escaleras, ni quedarte despierto para estudiar.
—No me has dicho que me amas…
Alan le sonrió, con tristeza y dulzura.
—No hace falta decirlo cuando todo lo que hago lo grita.
Elías lo abrazó fuerte.
—Gracias… por quedarte.
Alan cerró los ojos, sintiendo su peso en los brazos.
—Y si mi luz se apaga un poco —murmuró Elías—, ¿vas a seguir viéndome igual?
—Entonces… me convertiré en tus ojos cuando ya no puedas ver luz. Yo te la mostraré.
Y se quedaron abrazados, mientras la noche caía.
Ese fue el inicio de otra etapa.
Una más difícil. Pero también más profunda.
Porque cuando el cuerpo calla… el alma grita.
Y Alan estaba allí para escucharla.
Editado: 14.05.2025