Lo que no se ve de la realidad

•Ir a ver las estrellas desde el techo de tu casa

El día había sido largo. No especialmente difícil, pero de esos que parecen absorber toda la energía poco a poco. Elías había vuelto a casa con Alan, como casi todos los días desde que su salud comenzó a decaer. Se sentía cómodo en esa rutina compartida, en la forma en que Alan había hecho de su hogar también el suyo, sin exigirlo, solo con detalles sencillos. Una manta doblada sobre el sillón. Un par de pantuflas junto a la cama. Una taza de té humeante siempre a la misma hora.

Esa noche, Alan entró a la habitación con una sonrisa especial.

—Tengo un plan —anunció misteriosamente.

—¿Tiene que ver con comida? Porque si es así, me tienes desde ya.

–Me alegra que te hallas vuelto más alegre.

Alan soltó una risa suave y negó con la cabeza.

—Es algo mucho mejor. Te espero en el techo.

Elías lo miró sorprendido, pero su expresión se tornó luminosa. Le gustaban las sorpresas de Alan, siempre llenas de intención, de cuidado. Subió lentamente por la escalera de caracol hasta la salida que daba al tejado plano. Y allí estaba Alan, con una manta grande extendida, cojines, y una pequeña linterna iluminando un termo con chocolate caliente.

Elías se llevó la mano al pecho, tocado por el gesto.

—Eres… definitivamente de otro mundo.

Alan sonrió y le tendió una taza.

Se sentaron juntos bajo el cielo oscuro. Las luces de la ciudad no eran tan intensas en esa zona, y podían distinguir claramente muchas estrellas. Alan, que había llevado un libro de astronomía viejo y gastado, comenzó a señalar algunas constelaciones.

—Esa de allí es Orión. Y esa, la que parece una W, es Casiopea. Mi favorita.

—¿Por qué esa?

—Porque parece desordenada, pero en realidad está perfectamente equilibrada. Me recuerda a ti.

Elías lo miró de reojo. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro, mientras tomaba un sorbo de su bebida caliente.

Pasaron minutos en silencio, solo mirando. El cielo, las luces, los pequeños sonidos de la noche.

—Siempre quise hacer esto —dijo Elías, casi en un susurro.

—Lo escribiste en la lista —respondió Alan con una sonrisa.

—Sí, pero… no pensé que realmente podría hacerlo. A veces siento que la lista es como un deseo imposible. Pero tú… haces que todo parezca alcanzable.

Alan no respondió con palabras. Solo se acercó y apoyó su cabeza sobre el hombro de Elías. Permanecieron así, bajo el cielo estrellado, sintiendo el calor compartido en medio de una noche fría.

—Gracias por esta noche, Alan.

—Gracias por estar para vivirla conmigo.

Elías cerró los ojos, grabando en su mente cada sonido, cada estrella, cada latido tranquilo. Porque sabía que el tiempo era breve, pero también sabía que cada momento como ese hacía que todo valiera la pena.

Y esa noche, desde el techo, mirando el cielo infinito, Elías se sintió inmenso.




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