Lo que no se ve de la realidad

•Ver un atardecer sin decir una palabra

El cielo se vestía con pinceladas de naranjas, rosas y morados, y la brisa suave de finales de verano en Canadá acariciaba la ciudad como un susurro que prometía nuevos comienzos, a pesar de lo inevitable. En el techo de un antiguo edificio del centro de Toronto, Alan y Elías se encontraban juntos, en silencio, dejando que la belleza del atardecer hablara por ellos.

Era uno de esos días en los que la realidad se mezclaba con la melancolía y la esperanza, y aunque Elías sabía que su salud avanzaba de forma alarmante, por el momento prefería aferrarse a cada rayo de luz que el sol despedía. Mientras el horizonte se iba encendiendo con tonos cálidos, Alan lo miraba con una intensidad que sólo podía describirse como un reflejo de años de cariño contenido, de un deseo largamente reprimido y de una ternura inquebrantable.

—Hoy el cielo parece pintado solo para nosotros —dijo Alan en voz baja, rompiendo la quietud de aquel instante sagrado. Su mirada se perdió brevemente entre las nubes, como si buscara en cada forma el reflejo de los sentimientos que llevaba dentro.

Elías, recostado en una vieja manta que Alan había extendido sobre un cómodo sillón improvisado en el techo, asintió lentamente. Sabía que la belleza de aquel crepúsculo era un recordatorio de que, a pesar de todo, la vida había sido generosa en momentos como este. Su rostro, surcado de cansancio y dolor, se suavizaba al ver la calidez en los ojos de Alan.

—A veces siento que el tiempo se me escapa sin poder hacer nada —murmuró Elías, con la voz quebrada por una mezcla de resignación y deseo de aferrarse a lo que quedaba de su existencia—. Pero en momentos como este, me permito soñar… soñar que puedo olvidar, aunque sea por un instante, lo que me espera.

Alan se acercó despacio, sus pasos cautelosos en el empedrado del techo, y se sentó junto a él. La brisa jugaba con su cabello, y en ese interludio, la palabra “mañana” parecía perder su fuerza, mientras el presente se volvía único y eterno.

—Elías —dijo Alan, tomando la mano de su amigo con una firmeza que revelaba todo lo que había guardado durante tanto tiempo—, he esperado este momento desde hace demasiado. Hoy, mientras el sol se despide, quiero que sepas que, a pesar de la tristeza que nos embarga, este atardecer es un regalo. Un regalo de ese amor tan profundo que me hace querer luchar, a pesar de las adversidades.

El silencio se volvió cómplice, y las palabras se evaporaron en la magia del crepúsculo. Por unos largos minutos, sólo se escuchó el lento murmullo del viento y el palpitar de dos corazones que se entendían sin necesidad de explicaciones.

La mirada de Alan se fue intensificando poco a poco, y en sus ojos se reflejaba tanto ternura como un deseo tan palpable que parecía detener el tiempo. Elías levantó la vista, encontrándose con unos ojos que le decían sin palabras que no estaba solo y que cada segundo juntos era un tesoro. La oscura sombra de la enfermedad se cernía sobre él, pero en esa luminosidad, por un instante, era posible olvidar las tormentas futuras y entregarse al instante presente.

—Siento que cada latido me empuja a vivir, Alan —dijo Elías, con voz baja y entrecortada, apenas audible sobre el murmullo del viento—. Y aunque sé que mi tiempo es corto, cada segundo a tu lado es eterno.

Alan apretó suavemente la mano de Elías, sintiendo en esa frágil conexión todo el anhelo y la tristeza acumulados de tantos días. Sin previo aviso, y movido por una pasión que ya no podía contener, se inclinó hacia Elías. Por mucho tiempo había contenido su deseo, había guardado en lo más profundo un sentimiento ardiente y desesperado; ahora, en la fragilidad de ese atardecer, decidió entregarlo todo.

Sus labios se encontraron en un beso apasionado, intenso, un beso lleno de fuego y ternura, en el que se entrelazaban años de silencios y esperas. Fue un beso que lo dijo todo: la promesa de un amor que desafiaba el tiempo, la enfermedad, la tristeza y la soledad. El beso era fogoso y, al mismo tiempo, delicado; era la voz de Alan, la expresión de sus sentimientos más íntimos, la manifestación tangible de un anhelo largamente contenido.

El beso se prolongó, y en ese instante, el universo pareció detenerse. El paisaje del atardecer se volvió un cuadro impresionista en el que cada color cobraba un matiz especial, cada sombra y cada luz danzaban al ritmo del amor que, en ese preciso momento, llenaba el aire. Elías sintió cómo su corazón latía con fuerza, cómo cada fibra de su ser se encendía en un fuego sutil pero innegable. Sabía que su cuerpo estaba traicionándolo, que la enfermedad avanzaba demasiado rápido, pero en ese beso encontró una razón para olvidar la inminente despedida.

Cuando finalmente se separaron, el aliento de ambos era un suspiro entre la pasión y el dolor. Elías tenía lágrimas en los ojos, y sin poder contenerlas, dejó que cayeran, pero no de tristeza, sino de una emoción tan abrumadora que parecía limpiar cada rincón de su ser. Alan, con las mejillas encendidas, se inclinó nuevamente y depositó un tierno beso en la frente de Elías, como para sellar lo que acababa de suceder y como un juramento silencioso de que estaría allí, en cada instante, sin importar lo que viniera.

—Nunca pensé que podría sentir algo tan intenso —murmuró Elías, y en esa frase se escondía la aceptación de su destino, la tristeza de la inminente pérdida y, al mismo tiempo, la gratitud por haber experimentado un amor tan profundo.

Alan lo sostuvo entre sus brazos, acariciándole el cabello húmedo por las lágrimas, y susurró:

—Te amaré hasta el último rayo de sol, Elías. Eres mi vida, mi razón para luchar, y aunque sienta que el universo nos empeche tener eternidad, cada instante a tu lado es un milagro que atesoraré por siempre.

El sol se iba ocultando, y el crepúsculo dio paso a la noche, pero en el techo, bajo aquel manto estrellado, la pasión y el anhelo seguían vivos. Las sombras se alargaban, pero en medio de esa penumbra, la luz de su amor era un faro que no se apagaba. Elías se recostó contra Alan, sintiendo el calor de su pecho y la seguridad de un abrazo que parecía desafiar a la muerte. En ese momento, las palabras sobraban; lo único que importaba era ese contacto, esa fusión de deseos y sueños, esa promesa tácita de aferrarse a la vida, por muy efímera que fuese.




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