La lluvia comenzó sin aviso. Las nubes oscuras se arrastraron lentamente sobre el cielo de Canadá, cubriendo las últimas trazas del sol. Alan y Elías estaban caminando por una calle tranquila, de regreso a casa después de comprar algunas cosas para preparar una cena. Era uno de esos días raros en los que todo parecía calmo, incluso dentro de la tormenta interna que Elías llevaba con él desde hacía semanas.
Alan, atento al clima, miró hacia arriba justo cuando las primeras gotas comenzaron a caer. No hizo ningún movimiento rápido. Sólo miró a Elías, que levantaba la cabeza también, y sonrió. Esa sonrisa suya, pequeña, sincera, capaz de hacer temblar el mundo de Alan, incluso ahora que estaba lleno de miedo.
—Nos va a agarrar la tormenta —dijo Alan.
Elías rió suavemente, con esa voz que ya no tenía tanta fuerza, pero que seguía siendo suya, tan única como siempre.
—Entonces… dejémonos agarrar —respondió.
Y lo hicieron. Caminaron sin correr, como si no tuvieran prisa, como si el cielo llorara por ellos. Las gotas se volvieron más intensas, más frías, y pronto ambos estaban empapados. Alan miró a Elías y lo vio reír de nuevo, como si por un momento se le hubiera olvidado todo.
En medio de la calle, sin paraguas, sin refugio, Alan se detuvo. Elías dio dos pasos más antes de notarlo, y al girarse, Alan ya estaba con los brazos abiertos.
—¿Qué haces? —preguntó Elías, sorprendido.
—Estoy esperando mi abrazo en una tormenta —dijo, con una sonrisa triste.
Elías dio un paso lento hacia él, y luego otro. Lo abrazó con fuerza, apretando su rostro contra el pecho de Alan, que lo envolvió con cuidado, como si fuera lo más frágil del mundo. La lluvia caía a su alrededor, mojando sus ropas, sus cabellos, sus pestañas. Pero ahí, en ese abrazo, no existía el mundo. Sólo ellos dos. Sólo el calor de ese instante robado al tiempo.
—No quiero irme aún —susurró Elías, con la voz quebrada.
Alan cerró los ojos con fuerza, tragando un nudo en la garganta.
—No vas a irte solo —respondió.
El silencio fue largo. La tormenta cubrió todo con su manto de sonidos, y aun así, entre cada trueno, entre cada gota, Elías sentía el latido del corazón de Alan. Rápido. Vivo. Fuerte.
—¿Sabes qué deseo ahora mismo? —dijo Elías.
—¿Qué?
—Que este abrazo dure para siempre. Que cuando mi memoria comience a fallar, cuando el dolor se haga más fuerte… pueda recordar esto. Solo esto.
Alan no respondió con palabras. Sólo apretó un poco más el abrazo. La lluvia seguía cayendo. Pero en el corazón de Elías, algo se quedó seco: el miedo.
Cuando finalmente caminaron de vuelta a casa, iban de la mano. Sus pasos eran lentos, pero sus almas estaban más cerca que nunca. En ese día, en esa tormenta, se habían dicho todo sin necesidad de decirlo. El amor, la esperanza y el adiós empezaban a entrelazarse, pero Elías sonreía. Porque en medio del cielo gris, Alan había sido su refugio.
Y eso, más que cualquier medicina, lo mantenía de pie.
Editado: 14.05.2025