Lo que no se ve de la realidad

Lo que no se dice en voz alta

La costumbre de anotar lo que sentía había comenzado como una recomendación terapéutica para Alan. Lo que al principio era una forma de desahogarse en papel, con el tiempo se transformó en un cuaderno marrón, con la tapa gastada y lleno de pensamientos que nunca saldrían de sus labios. Lo llevaba a todos lados, y Elías lo sabía, aunque nunca había preguntado directamente por él. Lo respetaba.

Aquella mañana, Alan escribió en la mesa de la cocina, mientras Elías dormía en el sillón del living, cubierto con la manta que Faith les había tejido. La respiración de Elías era tranquila, pero un poco más superficial que antes. Alan lo observaba de reojo entre línea y línea, como si necesitara asegurarse de que aún estaba ahí. Que aún tenía tiempo.

"No sé si algún día vas a leer esto, Elías. Pero a veces me dan ganas de darte el cuaderno y decirte: 'Esto soy yo cuando no me ves'. Porque cuando me miras, sonrío, pero cuando te duermes, tengo miedo. Miedo de que una mañana no despiertes. Miedo de no encontrar las palabras suficientes para agradecerte todo esto. Todo lo que eres."

Cerró el cuaderno al escuchar un movimiento suave. Elías había abierto los ojos, y lo miraba con una media sonrisa.

—Estás escribiendo de nuevo —murmuró con voz ronca.

—Es mi manera de pensar sin que me interrumpas.

—Entonces debe estar lleno de cosas cursis —bromeó, estirando la mano para que Alan se acercara.

Alan obedeció, dejando el cuaderno a un lado, y se sentó junto a él. Elías tomó su mano, la acarició con los dedos lentos, y apoyó la frente en su brazo.

—Hoy es un buen día —dijo Elías, cerrando los ojos brevemente.

—¿Quieres salir?

—No. Quiero quedarme aquí, contigo.

Alan sonrió. Besó su cabello.

Ese día lo pasaron sin prisa. Faith llegó más tarde con un par de libros que sabía que a Elías le gustaban. Se sentaron los tres en el piso, con almohadas alrededor, y leyeron en voz alta fragmentos, entre risas suaves y pausas necesarias para que Elías pudiera descansar.

Mientras tanto, Elías ya había comenzado su propio ritual secreto. En su teléfono, organizaba videos. Había uno para Faith, uno para el señor y señora de la tienda donde trabajaba, y varios para Alan. Videos cortos, donde hablaba de cosas sencillas: de las veces que Alan se reía hasta que le dolía el estómago, de su forma de enojarse cuando algo no le salía bien, de la primera vez que lo vio dormido con la boca entreabierta.

No quería que Alan supiera. No todavía. No hasta que fuera el momento. Porque sabía que vendría. Y aunque doliera, quería dejarle algo que no se pudiera romper.

Esa noche, cuando Alan salió a comprar medicinas, Elías tomó el cuaderno marrón. No lo leyó, solo lo abrazó contra el pecho y cerró los ojos, como si pudiera escuchar lo que no estaba escrito en voz alta.

Y en silencio, los dos se aferraron al amor como si fuera un puente colgante sobre un abismo. Inestable, pero firme. Frágil, pero eterno.




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