Lo que no se ve de la realidad

Dormir juntos

La casa estaba en silencio, como si incluso el aire supiera que debía caminar de puntillas. El cielo, tras la ventana, tenía un color gris claro que no amenazaba lluvia, pero tampoco prometía sol. Era uno de esos días en los que el mundo entero parecía hablar en voz baja.

Alan había despertado antes que Elías. No por una alarma ni por casualidad, sino porque ya era costumbre. Cada día abría los ojos con una sola intención: cuidar de él. Lo primero que hizo fue girarse lentamente en la cama, solo para comprobar que Elías seguía allí, dormido, respirando con esa lentitud que a veces lo asustaba. Pero estaba. Y eso bastaba.

Elías dormía en posición fetal, con las manos bajo la almohada y el cabello revuelto. Alan se acercó un poco más, sin hacer ruido, y le acarició el cabello con la yema de los dedos, con tanta suavidad como si tocara un recuerdo.

—Buenos días, sol dormido —susurró, más para sí que para él.

No hubo respuesta. Solo el sonido pausado de la respiración de Elías, que parecía bailar con el silencio.

Alan se quedó así un rato, viéndolo. Pensó en lo mucho que su mundo se había vuelto pequeño últimamente: su universo cabía en una habitación, en una cama compartida, en una taza de té caliente. Pero ese universo era cálido. Y lo cuidaba.

Faith entró sin golpear, como solía hacer cuando intuía que no había necesidad de palabras. Llevaba una taza con algo caliente y una manta doblada sobre el brazo.

—Sigue dormido —murmuró Alan, recibiendo la taza.

—Entonces deja que duerma. A veces, descansar es la forma en que el cuerpo agradece seguir aquí.

Alan asintió. Faith dejó la manta a un lado, le dio una pequeña caricia en la espalda y salió sin más.

Con el tiempo, Alan había aprendido a entender los silencios de la casa, a leer entre las pausas. Ese día, Elías estaba más cansado de lo habitual. No quería hablar, no quería moverse. Solo dormir. Y Alan respetaba eso.

Alrededor del mediodía, cuando Elías finalmente abrió los ojos, Alan seguía ahí, sentado a su lado, leyendo un libro sin avanzar realmente en las páginas. Lo cerró de inmediato y sonrió con ternura.

—Hola, dormilón.

Elías no contestó con palabras, pero su sonrisa fue suficiente. Sus ojos eran lentos, pesados. Levantó una mano, como si le costara más que antes, y Alan se la tomó sin dudar.

—Hoy no quiero hacer nada —dijo Elías en voz baja, como si las sílabas pesaran más que su cuerpo.

—Entonces no haremos nada. Solo estaré aquí contigo.

Hubo un silencio suave entre los dos, uno que no pesaba. Alan se acercó, se acostó junto a él y lo abrazó despacio. Apoyó la cabeza de Elías en su pecho y lo envolvió con los brazos, con el cuidado de quien sostiene algo irremplazable.

—¿Te molesta si solo... me quedo así? —preguntó Elías, su voz vibrando contra el pecho de Alan.

—Quédate. Quédate todo lo que quieras. Esta cama es más tuya que mía. Y mis brazos también.

Elías cerró los ojos otra vez. Su respiración era irregular, pero tranquila. Alan le acariciaba la espalda con movimientos circulares, despacio, como si quisiera decirle con los dedos todo lo que no cabía en las palabras.

—¿Te acuerdas cuando me dijiste que yo era como una tarde de verano? —preguntó Elías, sin abrir los ojos.

—Claro. Una tarde de verano suave, de esas que no queman, solo calientan.

—Yo creo que tú eres como el primer día de otoño —dijo Elías, casi en un susurro—. De esos en los que el aire cambia, pero sin hacer ruido. De esos días en los que uno quiere quedarse en casa, con una manta, y sentirse seguro.

Alan sonrió y besó su frente.

—Entonces hagamos algo. Tú eres mi verano. Yo soy tu otoño. Y nos abrazamos en la estación que prefieras.

Pasaron horas así, sin moverse mucho. Faith entró una vez con sopa, que Elías apenas probó. Otra vez dejó un par de libros y se fue. Nadie hablaba fuerte. Nadie quería romper la calma.

Por la tarde, cuando las sombras comenzaban a estirarse, Elías volvió a abrir los ojos.

—¿Puedes cantar para mí?

Alan lo miró, sorprendido.

—¿Cantar? ¿Ahora?

—Sí. Esa canción que tarareabas cuando te duchabas. Esa que siempre decías que era cursi.

Alan rió por lo bajo.

—¿La de “Duerme, que aquí me quedo yo”?

—Esa misma.

—Está bien... pero no te rías si desafino.

Se acomodó mejor, sentó a Elías entre sus brazos, apoyando su espalda contra su pecho. Lo rodeó con los brazos, y mientras acariciaba su cabello despacio, empezó a cantar muy bajito, casi como una oración.

Duerme, que aquí me quedo yo,
con tus sueños entre mis dedos.
No hay monstruos bajo tu cama,
solo mi voz haciéndote cielo.

Duerme, que el mundo espera,
pero tú puedes quedarte.
Yo cuidaré de la luna
y de tus ojos, al soñarte.

Elías no decía nada. Solo escuchaba. Se dejaba mecer por la voz suave de Alan, por sus dedos recorriendo su cabeza con ternura infinita.

Y si un día no despiertas,
deja que lo haga por ti.
Pero hoy, amor, cierra los ojos,
que el amor duerme aquí.

La noche cayó sin hacer escándalo. Las sombras se deshicieron en las paredes como si estuvieran cansadas también. Elías seguía abrazado a Alan, en esa forma en que uno se aferra a la única cosa que no quiere soltar.

—¿Aún estás despierto? —preguntó Alan, con los labios rozando su cabello.

—Sí... No quiero dormir. —La voz de Elías era baja, casi culpable.

—¿Te duele algo?

—No. Solo me da miedo que este momento se acabe. Que me duerma y al despertar, ya no esté aquí.

Alan cerró los ojos por un segundo. Sentía esas palabras como agujas dulces, que no lastiman, pero dejan marca.

—¿Sabes? El sueño no se lleva lo que sentimos. A veces, solo lo esconde un rato. Como el sol cuando se va y deja la luna cuidándonos.

Elías levantó la cabeza apenas, lo suficiente para mirar a Alan a los ojos.




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