La mañana llegó sin prisa, con una tibieza suave que se colaba entre las cortinas. Alan se levantó sin hacer ruido, como de costumbre, esperando encontrarse con el silencio habitual de los últimos días. Pero al girar hacia el pasillo, algo lo detuvo. Una risa. Suave, frágil, pero inconfundible.
Elías estaba en la sala, sentado en el sofá con una manta sobre las piernas, hojeando un álbum de fotos. Tenía el cabello un poco desordenado y el rostro más encendido que de costumbre.
—Buenos días, dormilón —dijo con una sonrisa cansada.
Alan se quedó de pie, mirándolo. Quiso decir algo, pero se le hizo un nudo en la garganta. Se acercó despacio y se sentó a su lado.
—¿Cómo te sientes?
—Como si hoy fuera de esos días buenos. No sé cuánto me dure, pero quiero que lo aprovechemos.
Alan asintió y le tomó la mano. La sintió más tibia, con algo de fuerza. Era poco, pero era algo. Y ese algo dolía de lo mucho que alegraba.
Pasaron la mañana entre fotos viejas, recordando momentos. Rieron con una imagen donde Elías tenía crema de pastel en la nariz, y Alan apenas pudo contenerse al ver una donde ambos estaban abrazados, con el viento desordenándoles todo menos el amor.
—¿Te acuerdas de ese día? —preguntó Alan.
—Sí. Llovió poco después, pero tú dijiste que la lluvia no arruinaba las cosas, solo las volvía diferentes. Me gusta eso… diferente, pero bonito igual.
Alan le acarició el cabello. Lo notaba un poco más delgado, más pálido, pero había algo en su mirada que seguía brillando. Ese brillo que nunca supo cómo explicar, pero siempre supo reconocer.
Más tarde, lo ayudó a salir al balcón. El sol estaba tibio, y el aire fresco les acariciaba la piel. Elías apoyó su cabeza en el hombro de Alan.
—Hoy me siento ligero —susurró—. Como si el cuerpo me diera tregua.
—Entonces hoy lo detenemos todo y solo existimos aquí. En esta paz.
Se quedaron así un rato, sin hablar, escuchando los sonidos lejanos del vecindario, los pájaros, la vida. El tiempo se estiraba como si supiera que no querían que avanzara.
Ya por la tarde, volvieron al cuarto. Alan preparó un té suave y se lo llevó en una taza que tenía dibujado un zorro dormido. Elías sonrió al verla.
—Tú siempre eligiendo lo perfecto sin darte cuenta.
—Ojalá pudiera elegir que te quedes siempre conmigo —respondió Alan, sin pensarlo mucho.
Elías lo miró con ternura.
—Hoy estoy. Y tú también. No pensemos más allá.
Cuando cayó la noche, Elías se acomodó en la cama, más cansado que en la mañana. Alan se acostó a su lado y comenzó a tararear una canción, esa que Elías le había pedido más de una vez. La voz de Alan era baja, suave, como un susurro que se mete en el alma sin pedir permiso.
—Cántamela completa —pidió Elías, con los ojos entrecerrados.
Alan comenzó, sin apuro. La canción hablaba de volver a casa, de abrazos que se quedan aunque el cuerpo se vaya. Mientras cantaba, le acariciaba la cabeza con ternura, con una delicadeza que parecía contener el universo.
—Tú eres mi hogar —dijo Elías, casi en un suspiro—. Incluso si un día ya no puedo volver, sabré que me esperas en cada recuerdo.
Alan dejó de cantar solo un segundo para besar su frente.
—Y yo voy a quedarme en cada uno de tus días, en los que fueron y en los que vendrán.
Se quedaron así, envueltos en un silencio lleno de significados. Elías respiraba más lento, pero su expresión era tranquila, como si por fin hubiera encontrado un rincón donde nada doliera.
—¿Sabes? —dijo antes de dormir—. Si mañana despierto y ya no puedo hacer esto, quiero que sepas que hoy fui feliz. Muy feliz.
—Lo sé. Yo también.
Alan cerró los ojos después de asegurarse de que Elías estuviera dormido. Se quedó despierto un rato más, escuchando su respiración. Grabándola. Porque incluso los respiros tienen memoria cuando se ama de verdad.
Y en ese cuarto, con una canción aún flotando en el aire, se detuvo el mundo solo para ellos.
Un respiro de sol. Antes del silencio más largo.
Editado: 14.05.2025