(Historia complementaria al argumento principal, por lo cual habrá muchas explicaciones y notas al final)
—¿La mayoría de los imperios ha rechazado asistir a nuestra celebración?
Yue Han miró con desconcierto al sirviente que sostenía los sobres. Sobre cada uno de ellos había pequeñas estampillas que señalaban el lugar de procedencia: la cabeza de un dragón — Taishen, la figura de un zorro del desierto — Fenarid, una cabeza con grandes ojos redondos — Hak Ek Kuok, y así sucesivamente.
La noticia dejó atónito al actual emperador Yue Han, pues no esperaba que casi todos los Estados renunciaran a una tradición centenaria de Jian’hu, el Imperio del Tigre. Aunque, en cierto modo, resultaba comprensible: apenas tres años antes había terminado la guerra. Taishen, irritado por las provocaciones del Imperio de la Serpiente, los había atacado, y con ello desató la furia del poderoso dragón contra las demás naciones. Así, todas las tierras vecinas se vieron envueltas en las llamas del conflicto, incluido Jian’hu.
Sin embargo, Taishen y Jian’hu, más de un siglo atrás, habían sido un solo cuerpo. Juntos alzaban la bandera del loto sangriento, golpeaban sus pechos y clamaban:
«¡Somos la poderosa alianza del Tigre y el Dragón! ¡Somos Yun’jing!»
Aquel pacto se disolvió por una nimiedad: un malentendido entre dos emperadores. Aunque, al fin y al cabo, era cuestión de tiempo, ¿no es cierto? Nunca nadie se ha llevado bien, ni se lleva, ni se llevará.
Con la esperanza de que los Dragones hubieran recobrado la razón, Yue Han los invitó a la celebración del nuevo heredero. Esta tradición se había mantenido desde la ruptura de la Alianza, y por ello estaba cargada de significados. Jian’hu era conocido por su bondad y generosidad: siempre dispuesto a apoyar, a forjar amistad y a ofrecer ayuda.
La ceremonia llamada «Bendición Sagrada» consistía en que los soberanos de los países vecinos acudieran al reino. En ella, al presentar al recién nacido ante el pueblo, los emperadores debían bendecir al niño y obsequiarle sus mejores virtudes adquiridas, pues en el futuro se encontrarían de nuevo, ya como iguales.
—¿Por qué no vendrá Hak Ek Kuok? —preguntó Yue Han, frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza hacia un lado.
Él era el padre de la recién nacida Yue Xin, en cuyo honor se reunirían aquel día las multitudes y el bullicio. La madre era la princesa de Myongoguk, el Imperio del Gato Fantasma. Su matrimonio había sellado la amistad entre sus patrias.
—Hace tiempo que no recibimos noticias de ellos —negó con la cabeza el sirviente—. En lo personal, no me sorprende. La Rana Negra (nombre alternativo de Hak Ek Kuok) son, por naturaleza, seres callados, así que…
—Pero, ¿por qué guardaron silencio tan de repente? —interrumpió de pronto una joven que entraba en el gran salón.
Los radiantes rayos del amanecer envolvieron a la recién llegada, iluminando su silueta. Tenía un largo y ondulado cabello castaño oscuro recogido en una alta cola. Vestía un espléndido hanfu naranja y negro, adornado con bordados dorados en las mangas, el dobladillo y la faja de la cintura.
—Si lo piensas bien, todos se cerraron de golpe —objetó Han, entornando los ojos hacia su hermana.
—¿No te parece extraño? Para mí, algo sucede más allá de las fronteras de Jian’hu —dijo Huayan, la hermana mediana, abriendo los brazos.
—¿Y qué propones, Xiao Hu?
(*Xiao Hu — diminutivo cariñoso de Huayan).
—¡No lo sé! ¡Yo no soy gobernante! —alzando el dedo índice hacia su hermano—. ¡Tú eres quien debe decidir algo! Mañana es la Bendición Sagrada, ¡y en el salón sólo hay cinco Estados! ¿Has visto sus expresiones?
—¿Y por qué habría de fijarme en eso?
—Porque están agotados. ¿Escuchaste de qué hablaban? —inclinó la cabeza, siseándole al hermano.
Él frunció aún más el ceño.
—Lo sabía —suspiró ella, para luego explicar con calma—: conversaban sobre ruinas, guerra, tensiones. En la sala hasta las flores se marchitan, de tan helada que es la atmósfera. ¿Y cómo, en medio de ese aire, bendecirán a tu hija?
—No podemos romper con todo una vez más. Cuando nació Min, asesinaron a la soberana de Taishen. ¡Todos quedaron espantados! —alzó la voz Han, mientras el sirviente, aterrorizado, se retiraba de los dos depredadores—. ¿Quién, si no nosotros, debe fortalecer la paz y el espíritu entre naciones? ¿O acaso no recuerdas quiénes fueron nuestros ancestros?
—Los célebres Tigres pacíficos, que no mostraban los colmillos, sino que daban todo por… la paz —repitió Huayan, recitando la vieja consigna y bajando la mirada—. Pero eso no es motivo para no intervenir.
—¿Qué quieres decir?
—Envía una delegación a los países que no vinieron. ¿Y si ocurrió algo?
—No hay tiempo, entiende. La celebración es mañana. Debemos prepararnos —cruzó los brazos sobre el pecho, clavando sus oscuros ojos en ella.
Huayan golpeó el suelo con el pie, consciente de su derrota en la discusión. Ella no era frágil ni temerosa; al contrario, siempre desafiaba a todo y a todos. Fuerte de espíritu, como un auténtico Tigre. Pero la familia de los Tigres solía ser más bien observadora y serena, mientras los demás jugaban su propio juego.
El palacio se sumió en el sueño envuelto en disputas y tensiones que no auguraban nada bueno.
Y así fue.
La ceremonia transcurrió con éxito, incluso, sorprendentemente, de manera espléndida. Los lujosos trajes, las canciones y las danzas llenaron el palacio, haciendo olvidar a los presentes sus pesares.
Pero entonces, en la plaza principal, apareció aquella que en su tiempo había puesto de rodillas a todos los imperios.
—¡Shu’jing!
Muerta, pero muy viva, la antigua soberana de Yun’jing había renacido tras la guerra y ocupado el cuerpo de una joven. Allí estaba: la misma cabellera negra y larga, los ojos rojos, la postura firme y resuelta.
La multitud guardó silencio ante su aparición, aunque era palpable el temblor que recorría a todos. Huayan se tensó, reconociendo el cuerpo ocupado por la intrusa. Han, por su parte, arqueó las cejas con sospecha, preparándose para el peligro.