—¿¡Eh?!
Dao tropezó con una rama que sobresalía junto a un árbol. El cuchillo salió disparado de su mano hacia adelante y los caramelos se desparramaron, rodando por el suelo. La muchacha extendió los brazos para amortiguar la caída, pero alguien la sostuvo a tiempo. Unas manos la atraparon a un metro del suelo, impidiéndole golpearse.
Sus ojos castaños se abrieron de par en par, aterrados al comprender que aún estaba suspendida en el aire. Inspiró con fuerza, llenando los pulmones de aquel aroma marino ya familiar y de un tufo acre, propio de los lagos estancados. Durante un instante Dao contempló el barro sobre el que pendía, hasta que entendió que debía levantarse. Sin embargo, antes de hacerlo giró lentamente la cabeza por encima del hombro. Quería agradecer a su salvador. Pero se le cortó el aliento cuando sus ojos se cruzaron con la mirada negra de un lae.
¡Un lae!
Dao se estremeció, se liberó del agarre y salió corriendo hacia el bosque. ¡Lae, lae, lae! ¡Había estado tan cerca! Mientras corría, sacudía las mangas empapadas por las huellas húmedas que aquella criatura había dejado con sus manos humanoides, rematadas en garras. En su huida no vio el alto roble que se erguía delante. Y contra él se estrelló.
Su espalda fue atravesada por un dolor ya conocido. El aire se le escapó de los pulmones de golpe, y en la siguiente exhalación el cuerpo reclamaba respirar. Dao lo intentó con todas sus fuerzas, pero fue en vano. Sus brazos no respondieron al esfuerzo de incorporarse, y la joven tuvo que resignarse a su destino. Sólo entonces notó el dolor punzante en la frente. Seguramente se había cortado la piel contra la áspera corteza. Mordió su labio inferior para contener el dolor.
Al oír pasos que se acercaban, Dao se encogió y cerró los ojos, preparándose para lo peor. ¿Sería este el fin de su corta vida?
El lae se inclinó sobre la campesina. Su cabello oscuro resbaló por los hombros, rozándole apenas las mejillas. Aquel contacto la sacó de su aturdimiento: frunció el ceño y alzó la mirada hacia el rostro de la criatura. Le parecía inquietante, pero al mismo tiempo fascinante, de una belleza sobrenatural. La piel turquesa brillaba con matices azul oscuro bajo la luz del sol; en lugar de orejas, se alzaban aletas afiladas que vibraban levemente con cada sonido. Su nariz era pequeña, casi humana, y sobre ella Dao distinguió un resplandor sutil, un gradiente luminoso que recorría todo su cuerpo.
Cuando sus ojos se encontraron con los de lae, Dao vio que eran completamente negros, pero en el fondo ardía un turquesa fosforescente. Aquellos orbes brillaban igual que los diminutos patrones y motas que adornaban su frente, bajo los ojos, los hombros y otras partes del cuerpo. Un mechón ondulado de cabello negro, largo, cayó desde detrás de la oreja.
¿Por qué los humanos temían tanta belleza? ¿De verdad podían devorar personas, como decían? A primera vista no parecían tan aterradores como los pintaban en las historias. En los cuentos, los lae eran altos, siniestros, de cabellera interminable con la que estrangulaban a sus víctimas. Y cantaban… Pero al no distinguir labios del todo definidos, Dao llegó a otra conclusión: seguramente aquel frente a ella era un lae joven. ¿O joven…a? En realidad, estas criaturas no tenían género. Todos los lae se parecían mucho entre sí; sólo la edad marcaba algunas diferencias.
La criatura ladeó la cabeza, dejando que los destellos de su piel recorrieran con curiosidad a Dao, que aún yacía en el suelo contemplando sin miedo al monstruo de las pesadillas infantiles. Tantos mitos giraban en torno a los pantanos donde, supuestamente, habitaban.
—¿Es cierto que arrancáis los ojos a las personas con esas garras? —preguntó Dao sin poder contenerse.
El lae reaccionó a sus palabras, aunque no mostró gesto alguno, salvo inclinar aún más la cabeza. Sus aletas se tensaron hacia atrás, como si hubiera percibido algo. Dao alzó la barbilla para mirar, pero no había nadie. Toda su atención volvió a la criatura.
—¿Y las algas que metéis en las bocas de la gente? ¿Para qué lo hacéis? ¿Qué clase de ritual es ese? —susurró Dao, doblando los brazos.
El lae, al ver sus movimientos, retrocedió dos pasos, dándole espacio para que pudiera incorporarse. Dao se levantó enseguida, buscando con la mirada su cuchillo y los caramelos. Ya estaban en la misma orilla del lago. Al volverse hacia la criatura, notó que su estatura casi igualaba la suya, apenas unos centímetros más alta. Sus ojos recorrieron aquel cuerpo humanoide, de líneas suaves, sin pechos ni rasgos sexuales visibles. Llevaba sobre los hombros una tela hallada quizá en su lago, que cubría el torso y descendía hasta los muslos.
El ser se ruborizó, si es que podía hacerlo, y trató de ocultar con sus manos escamosas el hombro y el vientre. En su espalda apareció una gran aleta dorsal, marcada por arañazos y mordidas. Los bordes estaban rasgados, como si hubiera peleado con otras criaturas acuáticas. Lo curioso era que rara vez se avistaban lae en tierra firme; habitaban sobre todo en ciénagas, ríos y lagos. ¿Qué hacía éste tan lejos de su agua? ¿Por qué había salido?
—¿Por qué has salido? ¿O has salido? ¿Cómo debo dirigirme a ti? —preguntó Dao, pero sólo obtuvo silencio y el leve crujido de las patas del ser.
Por cierto, las piernas del lae terminaban en membranas parecidas a las de un pato o una rana, con secciones adicionales para nadar mejor. Eran criaturas que uno podía observar durante horas, eternamente. ¿Brillaban también en la oscuridad?
—¡Vamos! Responde —exclamó Dao, alzando los brazos. Al ver que seguía callado, suspiró—. De acuerdo, te llamaré en femenino. ¿Tienes al menos un nombre?
Dao se acercó al lae, como si ya no representara amenaza alguna, pese a que minutos antes había huido despavorida de él. Ahora, en cambio, se acercaba, dominada por la curiosidad más que por el miedo. ¿Era seguro aproximarse a un lae? Sin duda… aunque no del todo.