Dao ni siquiera notó cómo pasó el día. Ella y el lae habían tenido tiempo de conversar… o, mejor dicho, fue Dao quien hablaba, mientras la criatura escuchaba. Escuchaba con sorprendente atención: aguzaba las aletas, alzaba una garra —gesto que la muchacha interpretaba a veces como un deseo de pedir aclaraciones, a veces como una súplica de que repitiera sus palabras—. Con el paso de las horas, Dao comprendió cuándo y cómo debía decir ciertas cosas en aquella muda conversación con el lae.
La joven se dio cuenta de que aquellas historias aterradoras con las que asustaban a todo el pueblo no eran más que tonterías. ¿Cómo podía una criatura maligna estar ahora sentada amistosamente junto a una campesina, jugando con muñecas a la orilla del lago?
El lae se sentaba más cerca del agua, para que la cola, que surgía bajo la superficie, permaneciera sumergida. Al parecer, debía obedecer las leyes de su propia naturaleza, pues seguía siendo una ninfa acuática. Dao, en cambio, permanecía en la tierra firme. A veces le pedía a su silenciosa compañera que le mostrara algo de lo que los lae sabían hacer: emitir chillidos agudos, brillar bajo el agua, y otras maravillas. Sobre esto último, Dao esperaba con ansias el momento de ver a la criatura encenderse.
—¿Puedes brillar como una vela? —preguntó la niña con entusiasmo.
El lae asintió y, con los ojos levemente entornados, pareció esbozar una sonrisa.
—¿Y podrías hacerlo ahora?
La criatura bajó un poco los hombros, como si se decepcionara de sí misma al no poder hacerlo simplemente por voluntad. Alzó la garra hacia el cielo. Sólo entonces Dao comprendió que se había quedado hasta muy tarde y que ya era hora de volver a casa. Sin embargo, la traicionera curiosidad no la dejaba moverse.
Al descifrar aquella explicación muda, la campesina suspiró.
—¿Brillarás a cierta hora, verdad? —frunció el ceño, juntando las cejas.
El lae percibió la tristeza de su amiga: bajó las aletas y desvió hacia el suelo sus destellos luminosos.
—¿Y cuándo será? —insistió Dao.
La anfibia formó un círculo con las manos y luego señaló las estrellas, entre las cuales pronto aparecería la luna.
Para sorpresa de Dao, comenzó a comprender aquellos gestos sencillos. Como si entre ambas hubiera surgido un lazo especial, gracias al cual la criatura muda podía comunicarse y compartir algo propio.
—¿En luna llena? —trató de descifrar.
El lae negó con la cabeza, y luego pareció pensativo. Dao lo atribuyó a que apenas se conocían y, por eso, la anfibia no lograba transmitir con claridad la señal a través de aquel frágil vínculo que se había tejido entre ellas. La niña aguardó pacientemente nuevos gestos.
La criatura parpadeó, luego apoyó ambas manos en la mejilla como si durmiera. Después levantó la garra hacia el cielo, y la cabeza de Dao también se alzó.
—¿A medianoche? —aventuró, y esta vez la respuesta fue afirmativa.
Dao sonrió orgullosa al ver cómo las aletas de la anfibia se erguían.
—¡Empiezo a entenderte! —dijo, y su sonrisa se ensanchó aún más.
—¡Dao!
La muchacha se estremeció al escuchar una voz demasiado familiar. Su madre.
—¡Ve al río! —ordenó al ser, que abrió los ojos con espanto—. ¡Corre, te digo! —susurró con urgencia Dao, y la criatura se sumergió en las profundidades.
Dao se levantó a toda prisa, sacudiendo el barro y la arena de su vestido, que tendría que lavar. Por un instante se reprochó su imprudencia, aunque los recuerdos con el lae mitigaban la culpa hacia su madre. Dao recogió las muñecas justo cuando su madre entraba en el bosque, llamándola a gritos. Al verla en el sendero de piedra, abrió los brazos con desaprobación.
—¿Qué hacías junto al lago? —preguntó con tono severo, alzando el mentón—. ¿No habrás visto a un lae?
—¡No, no! —negó con rapidez la niña, abrazando sus muñecas—. Estaba tirando piedras.
—¿Todo el día? —frunció una ceja, marcando arrugas en la frente.
—También estuve con mis amigos —Dao frunció el ceño ante semejante interrogatorio.
—Está bien, vamos.
Dao siguió a su madre de regreso a casa, mirando de vez en cuando hacia el lago. Allá, en el horizonte, asomó una aleta desgarrada: la señal de que el lae seguía allí. Esa misma lae.
***
La muchacha se sentó a la mesa, sombría y agotada. Quería volver al lago y seguir charlando con la anfibia, pero ahora debía cenar y acostarse.
Esa noche había fideos con albóndigas. Dao los partía con el tenedor, probándolos de uno en uno, o los enredaba con la pasta antes de llevarlos a la boca.
—Querida, volviste preocupada —dijo su padre a su madre con voz dulce, aunque algo ronca de cansancio—. ¿Qué ha pasado?
—Hoy tuve que traducir un artículo —respondió la mujer con ansiedad en los ojos, suspirando.
—¿De dónde y sobre qué? —preguntó Tuệ con cautela, antes de llevarse un trozo de carne a la boca.
—Un artículo de Jiang’hu.
Tras esas palabras, cayó un silencio. Parecía que todos comprendían de qué podía tratarse. De no ser por lo que Hoa había dicho el día anterior, nadie lo habría adivinado.
Dao y Tuệ se miraron, alzando luego los ojos hacia su madre, esperando que continuara.
—Hoa tenía razón —asintió la mujer—, los rumores resultaron ser muy reales.
Las palabras le costaban, así que su padre, sentado a su lado, la animó con una palmada en el hombro y un abrazo.
—Tuve que quedarme más tiempo, porque había que avisar a todos de que, llegado el caso, debíamos estar preparados.
—¿Llegado el caso de qué? —Tuệ alzó la mirada, intranquila.
—De una guerra. Hace dos horas Tay’shen irrumpió en Jiang’hu —respondió la madre con rabia—. Las noticias nos llegaron muy tarde por la diferencia de husos horarios y por el caos del inicio de la guerra. Todavía no se sabe con certeza qué ha ocurrido allí. Han puesto a una mujer en el turno nocturno, pero da miedo pensar en lo que traerá el amanecer.