—¡Jiang’hu ha caído, y los gobernantes huyeron!
Tales palabras escuchó Dao durante el desayuno, frente a dos panqueques con mermelada. Su cabello, como de costumbre por la mañana, estaba despeinado y enredado, como si hubiera peleado con alguien en sueños. Aunque no era el caso. Ella ocultaba el cuchillo y los envoltorios de caramelos que había compartido con el lae.
El padre leía el periódico traducido por la madre, chasqueando la lengua y murmurando algo cada vez que aparecía la palabra “guerra”.
—¿Cómo es que las familias Yue y Kim huyeron? —preguntó Tuyết con ligero reproche—. ¿Acaso no son ellos quienes deben sostener al país?
—Si en tu casa irrumpen de noche, la incendian y destruyen todo, ¿dónde pasarás la noche? —sacudió el periódico el padre, lanzando una mirada a su hija mayor.
—¿Y dónde pasaron la suya?
—En Myongoguk —expliqué en un susurro, dibujando en mi mente un mapa aproximado—. Seguramente los Gatos los acogieron. Son amigos, al fin y al cabo.
—¿Ya entiendes de política? —ironizó el padre, bufando con sorna.
Dao bajó la vista, mordiendo un trozo de panqueque.
—¿Fueron los tay’shen los que conquistaron? —retomó Tuyết el tema.
—Más bien los shu’jing —frunció el ceño—. Shu’jing ha regresado, tomaron la capital con su ejército y seguramente seguirán avanzando. Así que, en caso de…
—Todo saldrá bien —levantó la palma Tuyết, tratando de tranquilizarlo.
—Ojalá fuera así —suspiró él.
¿Podría ser de otro modo? Dao meditaba sobre ello mientras untaba su panqueque con mermelada de fresa. ¿Era posible que llegaran hasta Hak Ek Quoc? ¿Por qué los Dragones necesitaban a las Ranas Negras? Aunque quizá, para iniciar una guerra, la causa no fuera lo más importante…
***
Dao salió al patio para colgar su vestido sucio junto a las toallas. Sujetó la prenda, y luego miró alrededor. Reinaba un silencio matutino tan extraño, que la piel se le erizaba. Sin embargo, era bastante habitual en un pueblo perdido en los valles pantanosos de la frontera. Allí siempre reinaba la quietud.
Se giró hacia la empalizada, detrás de la cual se alzaba el bosque y, más allá, el lago. Dao deseaba volver allí y encontrarse con el lae, pero ese día debía ayudar en la casa. Entró en la vivienda y subió. Mientras la madre trabajaba, el padre pensaba ir al mercado, y Dao debía acompañarlo junto a Tuyết, porque él no sabía qué productos comprar. Tuyết, además, comentaba que iría a dormir a casa de Hoa. También Dao obtuvo permiso, pues Hoa tenía un hermano menor con quien podía jugar. Así que, después del almuerzo, Dao no estaría en casa, y por lo tanto no visitaría el lago.
Tuyết y el padre ya la esperaban mientras ella se vestía. Dao se puso unos pantalones y una túnica, se recogió el cabello con un pañuelo en lugar de una cinta y bajó a la planta baja. Salieron juntos al camino que conducía al mercado local.
La calle empezaba a agitarse, zumbando como un enjambre de abejas. La gente se amontonaba ante los puestos que tenían buenos productos, y era necesario hacer fila para conseguir algo. Dao y Tuyết se separaron para comprar más rápido las verduras necesarias. El padre se dirigió a la carnicería.
La muchacha llevaba consigo una bolsa de algodón hecha a mano, regalo por su décimo cumpleaños. En la tela estaban bordadas ranitas verdes con flores y, en una esquina, una graciosa abeja. Dao procuraba avanzar entre los ancianos sin empujarlos. Se colocó en la fila detrás de una mujer robusta, frente a la cual dos hombres murmuraban entre sí.
—La tía Chi dijo que había soldados en la capital —susurraban.
—¿De veras? ¿Por qué? —preguntó el otro.
Dao estiró el cuello y aguzó el oído para oír mejor.
—Dicen que esa nueva emperatriz quiere abrirse paso hasta nuestros puertos. Necesita una salida al océano y al mar.
—¿Y qué tienen de malo los puertos de los Halcones? —cruzó los brazos el compañero—. Pero claro, ella pone los ojos en nosotros.
—¡A los Halcones da miedo enfrentarse! —levantó un dedo el primero—. Son el centro militar, un país avanzado en ese ámbito…
—Pero al mismo tiempo, los Halcones mantienen proyectos científicos conjuntos con los Dragones. O sea, son aliados.
—Malditos bastardos… Se rodearon de aliados —escupió con fastidio—. ¿Y la Grulla?
—Al parecer siguen neutrales, pero bajo la presión de Dragones y Halcones podrían abrirles paso hacia nosotros —se encogió de hombros.
—¡Oiga! —gritó la mujer robusta delante de Dao—. Váyanse a charlar a otra parte. Aquí la gente espera por los tomates.
Los hombres se encogieron, pero finalmente se apartaron hacia la pared de la tienda, continuando su encendido debate. Dao los miró apenas de reojo, intrigada por la conversación.
Cada país tenía su sobrenombre alternativo, formado según su región, características de sus habitantes o ubicación. A Hak Ek Quoc lo llamaban la Rana Negra, por la abundancia de criaturas acuáticas, pantanos, ríos y su salida al océano mundial. Gracias a ello, los barcos llevaban productos marinos a países como Shakhbalig, Suvarnaga e Ibexia. Una lista breve, pues la mayoría prefería Aurelia o Yukicho, alegando que allí el pescado era de mejor calidad. Quizá, por la gran cantidad de pantanos, algunos países temían que los productos no fueran frescos, así que…
—¡Siguiente!
Dao salió de sus pensamientos, olvidando por completo qué hacía allí. Sacudió la cabeza y recordó:
—Tres tomates, por favor —juntó las manos, esperando.
La mujer morena asintió, tomó una pequeña red rosada y, contando, colocó los tomates dentro. Pronunció el precio alzando la bolsa. Dao pagó, guardó los tomates con cuidado en su bolsa y siguió caminando.
En los postes, sobre los que colgaban faroles, ya estaban pegadas las últimas noticias sobre la guerra de Tay’shen contra Jiang’hu. En general, allí siempre aparecían anuncios: venta de miel, leña, carne o casas.