Lo que no tiene nombre

Capítulo 9

Todo el resto del día lo pasaron Dao, Tuyết y el padre en el mercado, comprando víveres para la cena y los ingredientes de un pastel que querían preparar como obsequio para la familia de Hoa.

Ahora Dao estaba sentada en su habitación, ya vestida; sobre la cama reposaba la bolsa con ropa de recambio, un cepillo de dientes, pasta y un peine. Tuyết correteaba por su espaciosa habitación, que era de ella sola. Dao volvió a mirarla, como si fuera la primera vez que veía aquel cuarto. Era algo más grande, y nadie había protestado por ello. Las paredes, blancas, una de ellas cubierta con pósters impresos y fotografías costosas. Del candelabro colgaban adornos: un atrapasueños y cuentas de colores. Junto a la cama, en la mesilla, había una pequeña lámpara de noche y un despertador que marcaba el retraso de las hermanas.

—¿Vas a una pijamada o a una cita? —se burló Dao, cuando Tuyết se acercó una vez más al gran espejo.

—No lo entiendes. Quiero verme bonita —se acomodó los rizos recogidos en un moño, aunque algunos mechones rebeldes se resistían a quedar presos.

—¿Bonita? ¿Y sin todo eso no lo eres acaso? —frunció el ceño la menor, observando cada movimiento de su hermana.

—Pero quiero que él no aparte los ojos de mí —sujetó algunos rizos con un brochecito rosa.

—Él ya te quiso así, sin todo esto. ¿No recuerdas cómo se conocieron? —esta vez Dao no se burlaba de aquel amor juvenil, sino que intentaba ayudarle a no perderse en él.

La de cabellos rizados se detuvo, mirando a través del espejo a Dao, que se balanceaba en el borde de la cama.

—Lo recuerdo —suspiró, comprendiendo hacia dónde apuntaba su hermana—. Caí en el barro y quedé hasta los codos de lodo —rió, evocando el primer encuentro con Hoa.

—Claro que puedes maquillarte o hacer algo más, pero… ¿serás la misma Tuyết de la que él se enamoró? —Dao bajó de la cama y se acercó a su hermana.

La muchacha le soltó el cabello, quitando la goma. Los rizos cayeron sueltos y se arremolinaron como siempre. La mayor lo observó, pensativa. Luego se llevó un rizo tras la oreja y se miró como si fuera otra. Dio una vuelta, dejando que el vestido rosa ondeara en torno a ella.

—¿Acaso leíste frases filosóficas en secreto? —bromeó, inclinándose hacia Dao y abrazándola—. Gracias.

—Tú siempre me dijiste que no hay que cambiar por nadie. Si quieres ser bonita, simplemente sé tú misma —Dao correspondió al abrazo con fuerza.

—Eres increíble. Te quiero —susurró Tuyết.

Ese calor entre hermanas era un tesoro, sobre todo con tanta diferencia de edad. Muchos no logran convivir sin choques, sin discusiones, sin distancias. Ellas también lo fueron al inicio, pero con el tiempo aprendieron más. Tuyết, como la mayor y la más consciente, dio el primer paso, cuidando de no herir a Dao en plena adolescencia. Y la pequeña, por su parte, la seguía con admiración, viéndola como un modelo a imitar. Eso no la libraba de enfados ni de reconciliaciones, a veces impulsivas. Pero, en definitiva, las disputas siempre existirían. Y las disputas recuerdan a los humanos que son humanos: seres con emociones y con su propia voz. Ineludibles, como los conflictos políticos y todo lo demás.

Al final, Tuyết se vistió con su vestido favorito de dos capas, en rosa y blanco. Lucía como una flor temprana que apenas despertaba al sol. La tela era ligera, suelta, y realzaba su delicadeza natural. Dao notó que había elegido el mejor color para sí misma, tomó su bolsa y se dispuso a salir. Ella iba más sencilla: shorts y una túnica de mangas amplias con puños bordados en oscuro.

Las muchachas salieron rumbo a la casa de Hoa, en el centro de la aldea. Tuyết decía haber estado ya allí: tenía una madre amable y un hermano simpático. Todo iría bien. Al menos eso esperaban. ¿Qué podría salir mal?

La madre de Hoa recibió a las visitas con calidez, sin la menor señal de incomodidad. Les ofreció un breve recorrido por el hogar: el baño, la cocina, el lugar donde dormirían. Dao y Tuyết descansarían en la sala: una estancia clara, con un gran sofá, armarios y cuadros. Por las repisas se veían figurillas y flautas talladas en madera. Dao lo contemplaba mientras la señora Lan hablaba de sus viajes por Hak Ek Quoc y los países vecinos.

La pequeña se había quedado cerca de un aparador de cristal donde reposaba un juego de té llegado de Akatsurukyo: cuatro tazas blancas con delicadas flores rojas y plumas pintadas a mano, sus platillos, y una tetera grande con un pico alargado, adornada con una grulla, símbolo de aquella tierra. Todo era artesanal. Dao pensó en su padre, que también era artesano, y se sintió maravillada.

—¿Te gusta? —la voz de Hoa la sorprendió. Había aparecido sin que se diera cuenta, y Dao retrocedió un paso. Avergonzada de que la sorprendieran admirando el juego, se acomodó un mechón tras la oreja.

—Está… lindo —murmuró, mientras Tuyết y la señora Lan se alejaban a ver otros estantes—. Mi papá también es alfarero.

—Tuyết me lo contó —asintió él—. Y noté que en su casa tienen muchas piezas y jarrones. ¿Los hace él mismo?

—Ajá… —respondió Dao con desgana, evitando su mirada.

Hoa entendió que no tenía ganas de hablar mucho. Sabía bien cómo tratar con niños menores; tenía experiencia por su hermano Zui.

—¿Te gustan las albóndigas en salsa de tomate? —preguntó, agachándose para quedar a su altura.

Dao lo miró con sospecha, entrecerrando los ojos.

—¿Eso te lo dijo Tuyết?

—¿El qué?

—Que me gustan las albóndigas.

—Oh, ¿así que sí te gustan? —fingió sorpresa, como si Tuyết no lo hubiera revelado días antes.

—Un poco —respondió seca, sin darle margen a comprar su simpatía con comida.

—Mi mamá justo las preparó hoy. Yo también las adoro. Albóndigas de arroz y carne en salsa de tomate… —lo dijo con tanto gusto que Dao tuvo que contenerse para no correr a la cocina.

Frunció el ceño y resopló.

—Está bien, está bien —rió Hoa—. Ven, te presentaré a Zui. —Y la condujo por el pasillo.




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