Lo que no tiene nombre

Capítulo 10

La forma taishen. Hanfu oscuros, caballos negros montados por algunos soldados.

El corazón de Dao se detuvo; sus pies parecían haberse enraizado al suelo. La sangre en sus venas se enfrió y los pulmones se le comprimieron por la falta de oxígeno. Sus ojos se abrieron de par en par, aunque delante de ellos no había más que una oscuridad sin fondo. Por primera vez en diez años, la niña contemplaba un uniforme extranjero, armaduras y caballos. ¿Qué significaba aquello?
Al fin habían encontrado un paso...

Dao dio un paso atrás, perdiendo el deseo de beber agua, perdiendo el deseo de hacer cualquier cosa. Su piel se erizó, el vello de sus brazos se levantó. Logró inspirar, pero de inmediato soltó el aire en un jadeo. Uno de los soldados se detuvo en el camino, mirando en torno. En su muslo brilló el filo de una espada, y el aliento de Dao se quebró. Retrocedió hacia la salida de la cocina, luego corrió al pasillo y a la sala.

La niña se agachó junto al sofá, donde Tuyet dormía plácidamente. La más pequeña sacudió el hombro de su hermana mayor, intentando despertarla, pero en vano. Tras varios intentos, lo consiguió.

—¡Tuyet! A-allí... —balbuceaba Dao, ahogándose en sus propios pensamientos, queriendo contar lo que había visto y lo que temía.

—¿Por qué no duermes? —murmuró la muchacha, medio dormida, apenas abriendo los ojos.

—T-Taishen nos ha atacado —susurró Dao entrecortada, tartamudeando.

—Vuelve a dormir, Dao —se apartó Tuyet con un gesto, dándole la espalda—. Has tenido una pesadilla.

¿Y si era verdad? ¿Y si no era un sueño? Dao intentaba convencerse de que solo había sido una pesadilla absurda, un mal sueño... Sin embargo, la escena tras la ventana no parecía un sueño, sino todo lo contrario: demasiado real. Pero ¿quién le creería?

—¡Tuyet! —insistió Dao, casi gritando en un susurro, inclinándose hacia el oído de su hermana.

Pero la otra frunció el ceño, se cubrió con la manta y se negó a despertar por el llamado de la pequeña.

Dao, desesperada, se puso de pie, sin saber qué hacer. Pensamientos de todo tipo giraban en su mente: ¿y si entraban en la casa? ¿y si irrumpían? ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Qué ocurriría mañana? ¿Serían obligados a unirse bajo el estandarte de Taishen? ¿Serían esclavos? ¿De quién? ¿De qué?

Las palmas de la niña comenzaron a temblar, incapaces de contener la ola de pánico que hervía en su interior. Estaba sola. Absolutamente sola en medio de la oscuridad, mientras afuera sucedía algo incomprensible. ¿Cómo enfrentarlo? Dao no era más que una pequeña de diez años, que debería estar durmiendo tranquila sin preocuparse por lo que ocurría más allá del hogar. Y, sin embargo, allí estaba, de pie, sin saber cómo actuar en semejantes circunstancias. En la escuela no enseñaban esto; en casa nunca lo contaron. ¡Ni siquiera estaba en su propio hogar! Eso complicaba todo aún más, porque no tenía idea de qué ocurría con sus padres. ¿Y si los habían capturado? ¿Qué hacían los soldados invasores al entrar en tierras ajenas?

¿Y si todo esto era un sueño...?

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Resultó que era muy real. Más que un sueño: era la realidad.

La mañana no comenzó de la mejor manera. Alguien llamó a la puerta y la señora Lan fue a abrir. Antes de eso ya había recibido una llamada advirtiéndole que cerrara bien ventanas y puertas, pues los rumores sobre el inicio de la guerra se habían extendido con rapidez, no solo por el pueblo, sino por todo el país. Sin duda, Dao no había sido la única en ver soldados aquella noche.

Tuyet estaba sentada en un sillón, abrazando a Dao. Hoa permanecía de pie junto a ellas, sosteniendo en brazos a Zui, que se aferraba a él con miedo. Les llegaban apenas los fragmentos de la conversación de la señora Lan con varios hombres. Sus voces eran ásperas, exigentes y arrogantes, y su lengua, parecida al hakevés, sonaba torcida y con acento. Parecía que la habían aprendido a medias, solo lo suficiente para hacerse entender. Qué repugnante era oír las palabras de la propia tierra en bocas extranjeras, venidas con la guerra.

Los niños, a pesar de la advertencia de quedarse quietos, miraron a escondidas. Tal como Hoa había descrito a los taishenses: altos, de cabello oscuro, piel pálida, ojos felinos y astutos hasta lo insoportable. Vestían hanfu con armadura en hombros, torso y muñecas. Llevaban pantalones ceñidos y botas atadas, quizá para no perderlas, quizá por simple ornamento. En sus cinturas colgaban numerosas vainas, y las armas no faltaban en ellas.

La señora Lan les gritó algo, dejando la puerta entrecerrada con apenas una rendija, y corrió a la cocina. Tomó un saco y empezó a llenarlo de comida. Hoa la miró, preocupado. Como no había puertas entre la sala y la cocina, los niños podían ver todo claramente. La madre notó el gesto y negó con la cabeza para que Hoa no se acercara. Él frunció el ceño, pero obedeció.

Los hombres se decían bromas entre ellos hasta que la señora Lan regresó con el saco de provisiones. Los soldados gruñeron unas palabras y luego callaron. Seguramente se marcharon. La madre de Hoa regresó con los niños y suspiró.

—Eran taishenses. Querían comida —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Y qué haremos? —preguntó Tuyet, estrechando a Dao contra sí.

—Por ahora se quedarán con nosotros. Los militares seguirán avanzando y aquí ya no estarán. Llamaré a sus padres enseguida —respondió, volviendo a la cocina.

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Ya hacia el anochecer, Dao y Tuyet estaban de regreso en casa. Su madre y su padre las recibieron y las llevaron a la mesa para cenar.

—¿Se asustaron mucho? —preguntó la madre con preocupación, sirviendo fideos en el cuenco de Dao.

—Un poco —asintió Tuyet—. La señora Lan y Hoa nos tranquilizaron, así que estamos bien.

—Dicen que es temporal. En la ciudad vecina los detendrán y los enviarán de regreso a Akatsurukyo —añadió el padre, enredando los fideos con el tenedor.

—Mañana trabajo, así que estarán con tu padre, ¿de acuerdo? Por cierto, ¿cómo lo pasaron en casa de Hoa? —cambió de tema la madre.




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