Lo que no tiene nombre

Сapítulo 12

Dao y la lae echaron a correr. No les importaba si las perseguían o si estaban a punto de alcanzarlas. Lo único que escuchaban era el estruendo del propio pulso en los oídos. La sangre golpeaba con fuerza; el corazón latía tan deprisa que parecía a punto de estallar. Tampoco las piernas resistían. Dao tropezaba, pero enseguida se aferraba a lo que encontraba a mano. Lae la ayudaba, arañando suavemente su muñeca para impulsarla.

Corrían sin rumbo, sin saber adónde ni por qué, solo con una certeza: había que alejarse de los enemigos. Su idioma, sus voces y hasta su sola presencia provocaban en Dao repulsión y rabia. Ya se había castigado a sí misma por haber soñado alguna vez con viajar al País del Dragón. Antes se cortaría la lengua que pronunciar una palabra favorable hacia aquel estado agresor, incluso bajo el filo de las espadas que ellos portaban.

A medio camino, la campesina recordó la bolsa abandonada en el banco. Bufó, pero continuó huyendo. Le parecía escuchar pasos detrás de ellas. Reuniendo valor, Dao miró por encima del hombro. Solo había bosque, nada más.

—Hemos escapado —jadeó la niña, frenando el paso.

Le faltaba el aire, el exceso de oxígeno quemaba pulmones y garganta. Tosió, cubriéndose la boca con la muñeca. Exhaló y luego trató de regular la respiración inspirando por la nariz. Lae también se detuvo; su pecho subía y bajaba, aspirando aire.

—Vaya carrera, ¿eh? —Dao dejó escapar una risa nerviosa, su reacción natural en momentos de tensión.

Lae comprendió la broma peculiar, entornó los ojos y asintió.

Ambas se giraron a la vez, asegurándose de que estaban solas en el otro extremo del bosque. Así era. Solo ellas.

—¡Esos desgraciados se marcharon del pueblo, pero decidieron volver por el río! —se quejaba Dao, gesticulando.

Lae escuchaba con atención, asintiendo a veces, inclinando la cabeza en señal de pedir más detalles o aclaraciones. Mientras conversaban, sobre ellas estalló una tormenta. La criatura se lanzó hacia Dao, asustada. Sus orejas puntiagudas se pegaron y sus ojos se movieron rápidos hacia lo alto, buscando la fuente del estruendo.

—¿Le temes a los relámpagos? —Dao halló algo tierno en la manera en que la criatura se aferraba a ella buscando refugio.

Lae se apretó contra la niña, y ésta, a su vez, la rodeó con los brazos, atrapándola en un abrazo.

Sin comprenderlo del todo, Dao suspiró. Apoyó la barbilla en el hombro de la criatura, rozando con la mejilla su cabello negro y espeso, que le hizo cosquillas. Con las yemas de los dedos recorrió la piel suave de la lae. Cerca de la aleta dorsal aparecía una dureza escamosa de pez, en partes incluso afilada. A lo largo de la espalda se esparcían puntitos y dibujos caóticos que Dao alcanzaba a distinguir mientras la estrechaba.

Inconscientemente, un destello se encendió en su mente. El vínculo entre ambas se había fortalecido.

***

El sol ya se ocultaba tras el horizonte; era hora de volver a casa. Dao no había recuperado su bolsa, pero ya había ideado una excusa.

Pasearon aún un rato, y al final la campesina condujo a la criatura hacia un nuevo estanque. Después tomó el camino a su hogar.

De regreso, Dao reflexionaba sobre si debía contarles a sus padres lo del barco taishen. Quizá pronto lo anunciarían en las noticias… Con esas cavilaciones abrió la puerta de la casa. La recibió el cálido resplandor amarillo de la lámpara en el techo. La sala estaba impregnada con el aroma de la repostería, que se extendía hasta la calle y todo el poblado. Reconoció enseguida el olor: pastel de manzana. Se apresuró a descalzarse.

Al fin libre del calzado, corrió por el pasillo hacia la cocina.

La madre justo levantaba el cuchillo para repartir porciones. Tuyet, de pie a su lado, se giró hacia la puerta.

—¡Ah, nuestra Dao! —sonrió ampliamente.

En un arranque de alegría, Dao corrió a abrazar la cintura de su hermana. Tuyet rió, colocando sus manos sobre las manitas de la niña de diez años.

—Hija, ¿dónde andabas? —preguntó la madre, mientras colocaba con cuidado un trozo de pastel en un plato rosa.

—Cerca del lago. ¡Había tantas flores! —soltó la cintura de su hermana para extender los brazos y mostrar cuán abundantes eran.

—¿Y tu bolsa? —Tuyet advirtió la ausencia de la bandolera que ella misma le había regalado por su cumpleaños y entornó los ojos con atención.

Dao tenía preparada la respuesta:

—Me senté junto a la orilla, dejé la bolsa a mi lado. Unos minutos después me giré… ¡y ya estaba flotando lejos! —relató con toda la verosimilitud posible. Su madre lo creyó, pero Tuyet se tensó. Tal vez detectó la mentira.

Así, Dao decidió ocultar la llegada de los taishenes. Al fin y al cabo, tarde o temprano alguien lo contaría. Y si ella lo hubiera revelado, ¿le habrían creído? Por supuesto que no. No veía sentido en confesarlo.

La familia se sentó a la mesa. Tomaron los cubiertos y comenzaron a saborear el pastel caliente, compartiendo a la vez lo vivido en el día. El padre había dibujado un nuevo boceto de jarrón que empezaría mañana, pues los plazos aún no lo apremiaban; la madre comentaba noticias locales: que una vaca se había escapado otra vez, que había menos peces en el río, y cosas así. Mientras escuchaba, Dao se sumergía en sus propios pensamientos. ¿Acaso las lae se alimentaban de algo? ¿De qué exactamente? ¿Cómo sucedía? Porque cuando estaban juntas, Dao hablaba sin parar de mil cosas, sin reparar en el momento en que la lae comía. Quizá sí tuviera boca, solo que invisible.

Tuyet comenzó a contar chismes, que su madre ya conocía gracias a su trabajo en el ámbito de noticias e imprenta. A veces Tuyet aportaba material para artículos, otras veces era la madre quien lo conseguía. Por lo general, noticias sencillas como las ya mencionadas. Los chismes de Tuyet eran más bien sobre triángulos amorosos o nuevas leyendas sobre las lae y otras criaturas pantanosas. En todo caso: ni una palabra de guerra o enemigos. Quizá todo había sido una ilusión de Dao cuando vio el barco junto a la lae. ¿O la criatura fingía? Habrá que preguntarle en el próximo encuentro.




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