Lo que no tiene nombre

Capítulo 18

— ¿Vamos a presentarte al kon ka?

Dao levantó las cejas, sorprendida por la propuesta. Por un instante estuvo a punto de correr para conocer a la nueva criatura, acercarse y hacerse amiga, pero la razón y el pensamiento claro tomaron el control antes que sus impulsos.

Dao negó con la cabeza.

— No nos dejarán. Además, ahora es peligroso —dijo la chica frunciendo el ceño.

— Qué lástima —suspiró él—, pero de todas formas pensaba ir a verlo.

— ¿A ti te dejarán?

— No lo sé —encogió de hombros—, probablemente no, así que… inventaré algo.

Dao también se quedó pensando en cómo podría seguir comunicándose con lae. Por más que lo intentara, no se le ocurría ninguna idea. Ahora que era peligroso salir a la calle, ¿sería siquiera posible ir al pantano? Probablemente no.

— ¿Qué pasó en el centro? —preguntó de repente Zui, con compasión en la voz.

Bajó un poco la cabeza, mostrando tristeza. Dao frunció las cejas y luego suspiró, consciente de que tendría que revivir aquel momento, aunque solo en palabras. Sin embargo, eso no quitaba el hecho de que tendría que recordar la mayoría de los detalles al contarlo.

Aun así, Dao comenzó. Habló lo más calmadamente posible, pero al final se quebró otra vez. Por enésima vez dejó que las lágrimas fluyeran. Parecía que los próximos días estarían marcados por el llanto… y siempre lo estarían.

Más tarde, los padres de Dao vinieron a buscarla. Se llevaron a su hija, después de conversar y contarle las noticias a la señora Lan. Ella los escuchó atentamente y luego tranquilizó a los padres asegurando que Dao se comportaba con normalidad e incluso se había hecho amiga de Zui. Los padres sonrieron con alivio y se despidieron.

Al abrir la puerta, lo primero que notó Dao fue el altar. Una pequeña estructura se encontraba en la sala, apoyada contra la pared vacía, sobre la cual había estantes con jarrones. Los padres habían colocado toda la vajilla rosa en el altar doméstico como símbolo de recuerdo.

El corazón de la chica se detuvo. Luego se apretó. Sus ojos ya dolían por la cantidad de lágrimas derramadas durante el día. Parecía que nunca terminarían hasta que Dao las derramara todas.

Una pequeña mesa oscura permanecía tranquila, sosteniendo el retrato de Tuyet, enmarcado con flores rosas. Se colocaba sobre una tela clara, en cuyo borde había un delicado encaje blanco. Un reflejo completo del alma de Tuyet: igual de amable, encantadora y sensible. A ambos lados del retrato, se encendían varillas aromáticas, cuyo humo ascendía lentamente entrelazándose, como conectando nuestro mundo terrenal con el celestial. La escena evocaba pensamientos sobre las estrellas y la leyenda que Tuyet solía contar. Dao esperaba que, al menos de esa manera, pudiera seguir observándola y sintiendo su presencia; estar cerca, simplemente.

Sobre uno de los platos ya reposaban dulces y frutas que Tuyet adoraba. Como se dice, el alma debe disfrutar de su comida favorita; esto era para ella. También estaban los platos tradicionales: arroz y té.

El altar en sí estaba envuelto en una calma silenciosa y tristeza, como si fuera el final. El final de la vida de un alma que había vivido maravillosamente y terminó así… Y ni siquiera ella misma lo terminó. ¿Y qué era más aterrador de todo esto?

Dao miró a sus padres. Ellos permanecían en silencio, desviando la mirada hacia los lados. La chica no dijo nada. Suspiró y preguntó en voz baja:

— ¿Puedo dormir a su lado?

Dao conocía la tradición: se debía dormir junto a los difuntos para que sus almas no se sintieran solas. Dado que ella y Tuyet siempre habían estado juntas, en ese momento la hermana menor deseaba estar nuevamente al lado de la mayor. A pesar de todo.

— ¿Estás segura? —preguntó suavemente su madre.

La chica simplemente asintió.

— Querida… —los padres se acercaron y la abrazaron fuertemente—, te amamos.

— Yo también los amo —respondió Dao.

***

— ¡Tuyet, te amo! — resonaba en la cabeza de Dao mientras estaba sentada en la habitación de su hermana fallecida. Como se le había encargado recoger las cosas favoritas de Tuyet, debía hacerlo. Su padre le explicó que a los difuntos a menudo se les colocan en el ataúd sus pertenencias e incluso sus comidas favoritas. Así que Dao sacó cuidadosamente los dibujos, despegaó los pósters y desplegó los libros donde había flores secas para el herbario. Todas las cosas que encontraba las colocaba sobre el escritorio para no perderlas.

Después de esta especie de tarea, Dao examinó la habitación. Ya no estaba llena de vida ni de nada que gritara: “¡Esta es la habitación de Tuyet!”. No, nada de eso permanecía allí. Ni siquiera un indicio. Todo estaba muerto, seco y… vacío.

Cuando sus padres se acostaron, la chica permaneció inmóvil junto a las varillas encendidas del altar. La forma en que el fuego chisporroteaba calmaba y equilibraba su estado emocional. Para ese momento, Dao ya no tenía ganas de llorar. La herida del amanecer lentamente empezaba a sanar. Solo quedaba una cicatriz, que permanecería para siempre en el corazón de Dao. Igual que el odio hacia Tai'shen.

En cuanto a las noticias, la chica escuchaba de reojo los relatos de su madre sobre el frente, el mar y demás. Los soldados enemigos avanzaban más, decidiendo atacar a través de los puertos. Así buscaban cortar a Hak Ek Kuok de los suministros y el comercio, y por tanto, la economía pronto caería. Y de manera considerable. Su madre incluso sugirió que podría haber hambre, pero su padre la tranquilizó: el gobierno podría manejarlo. Pero, ¿realmente podría? Todos lo descubrirían más adelante, mientras tanto, los problemas eran del presente.

Dao acomodó su camisón. Se recogió el cabello, aunque este seguía cayendo rebelde sobre sus ojos. Aun así, sacudió la cabeza y se dirigió al sofá, donde ya estaba preparada la cama. Acostándose y cubriéndose con la manta, se giró de lado para poder ver el altar.




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