Lo que no tiene nombre

Capítulo 26

Hoa blandió el palo, y el borracho salió despedido hacia un lado.

—¡DAO, CORRE!

Su voz, sus ojos y la desesperación con la que Hoa se lanzó contra el taychen mayor...

El miedo paralizó mi cuerpo, atando mis piernas al suelo. Malditas lágrimas se agolparon en mis ojos, enturbiando lo que sucedía delante de mí. Me las enjugué. Al instante siguiente, volví a mirar a Hoa, como si fuera la última vez. Ese pensamiento me devoraba, me impedía huir ahora mismo y me obligaba a quedarme allí. Al comprender que quizás no volvería a ver a Hoa, grité:

—¡Eres el mejor hermano!

Con esas palabras, a mí misma se me encogió el corazón. Hoa solo me miró, me regaló una sonrisa tierna y luego esquivó el golpe del guerrero.

Me obligué a dar un paso atrás, otro y otro más, hasta que rompí a correr.

Detrás resonaban disparos y gritos que me impulsaban a acelerar. Pero, al mismo tiempo, me detenían. No quería en absoluto dejar a Hoa allí, solo. Sabía perfectamente que iba a morir. Y qué asqueroso era también saber que no podía hacer nada por evitarlo. Era inútil.

Los pulmones me ardían por el sprint, gracias al cual alcancé la cerca. Empujé la puertecilla y me lancé al patio. Lo primero que hice fue esconderme detrás de un árbol y deslizarme hasta el suelo. Recogiendo las rodillas contra mí, las abracé. Mi rostro se apoyó en ellas y se giró hacia el cobertizo, mientras mi mirada se hundía en el vacío. No sentía nada. Ese abismo me hacía caer fuera del mundo y la realidad, a un lugar sin espacio para sentimientos. Aunque… ¿de qué sentimientos hablo? Ahora no existían. Era como si me los hubieran arrancado. No quería ni llorar, ni enfadarme.

Mis hombros se estremecieron al oír otro disparo.

Mi padre salió corriendo al patio, mirando a su alrededor con desconcierto. Seguramente había oído la serie de disparos y decidió comprobar. Me vio y se acercó.

—¿Qué pasó? ¿Dónde está la abuela Ha? ¿Y Hoa? Él dijo que quería tomar el aire fuera —balbuceaba el hombre, inclinándose hacia mí y poniendo su mano sobre mi hombro.

Solo sorbí la nariz y alcé los ojos húmedos. Se volvieron vidriosos, y el paisaje frente a ellos, borroso. Entrecerrando los ojos, intenté delinear los rasgos de mi padre: una ligera barba oscura, arrugas alrededor de la boca que revelaban su buen humor, pues solía reírse; cejas tupidas y ojos envejecidos.

Ni siquiera notamos cómo empezó a llover. Como si la misma naturaleza me hubiera concedido esconder toda la tristeza que había en aquellas lágrimas detrás de las gotas de lluvia.

—Dao, querida —susurró mi padre con ternura, acariciando mi hombro.

—Nosotras con la ab-buela...

¿Desde cuándo tartamudeaba? Al notarlo, respiré más aire. Intentaba inspirar, pese al dolor en el pecho.

—Nosotras con la abuela recogíamos t-tomates. Se nos a-acercaron los t-taychenes... —el tartamudeo no desaparecía, y la respiración entrecortada solo mezclaba mis palabras con mis pensamientos. Mi padre aguardaba con paciencia a que terminara, así que seguí:— La abuela los echaba, los mandaba bien l-lejos, y esos desgraciados —escupí— la m-mataron.

En la última palabra tuve que taparme la boca con la mano para no romper en llanto aún más fuerte. Papá me atrajo hacia su pecho, protegiéndome de los pensamientos terribles que, de todos modos, tarde o temprano me alcanzarían.

—Tranquila, tranquila —me consolaba mi padre, él mismo apenas conteniendo las emociones.

—¿¡Por qué todos mueren!? —no aguanté y grité.

Papá me apretó más contra sí.

—¡¿POR QUÉ?!

En ese instante, un rayo tronó en lo alto.

Desgarró el cielo oscuro. Líneas quebradas estallaron en un resplandor cegador. El trueno rugió en lo alto, haciéndome estremecer.

Alcé la cabeza para ver la fuente del sonido en aquel espacio gris y sombrío.

La hoja del rayo partía las nubes en dos, y ellas rugían y gritaban de dolor. Dejaba claro el furor que hervía allí. Retumbaba, golpeaba una y otra vez, sin detenerse.

¿Serán acaso esas las personas que no lloraron al morir?

En mi mente brotó el recuerdo de la leyenda y de las estrellas.

—¿Vamos a casa, hija? —pidió mi padre, tomando con cuidado mi mano.

Me levanté de un salto y miré hacia la puertecilla.

—¡Dao! —mi padre me sujetó la mano, pero logré liberarme.

Corrí a todo lo que daban mis fuerzas hacia la huerta, intentando no resbalar en la hierba y la tierra húmedas. Corría a través del frío y el aguacero, que desgarraba una y otra vez el horizonte. El resplandor envolvía la huerta cada vez que estallaba un rayo, mientras los truenos rugían sobre mi cabeza. Mis lágrimas y las gotas de lluvia se mezclaban, entrando en nariz y boca. Las apartaba una y otra vez, hasta que entendí que era inútil. Mechones de cabello se pegaban a mi frente. Mi corazón golpeaba en mi pecho de miedo, ansiedad, pánico, y aún más de esperanza: la esperanza de que Hoa siguiera vivo.

—¡HOA!

No escuchaba mi propia voz entre los aullidos del viento y toda aquella furia del clima, que parecía querer silenciarme, a una inútil como yo.

Sin detenerme, corría solo hacia adelante. Adelante, adelante. No hay camino de vuelta. ¡No lo hay sin Hoa! ¡Sin otra persona querida! Tuyet ya me la habían arrebatado, y no permitiría que me quitaran a Hoa.

—¡Hermano!

Me ahogaba en lágrimas mientras corría hacia el lugar donde había visto por última vez al chico.

El resplandor del rayo me permitió ver cuatro cuerpos, y uno de ellos se movió.




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