Lo que no tiene nombre

Capítulo 29

Dos semanas después

Todo el ganado había sido sacrificado. A los niños los raptaban en plena calle y se los comían. Lo mismo ocurría con las mascotas, fueran gatos o perros.

Me senté en el umbral de la casa, observando a un cuervo que graznaba en el suelo. Saltaba de un lado a otro, como llamando a alguien. Se volvió hacia atrás y partió una ramita cercana.

Me incorporé lo más silenciosamente posible y me acerqué sigilosamente. Extendí las manos, abrí los dedos… y atrapé al ave. Esta graznó, chilló y empezó a desgarrar mis palmas con sus patas. Pasé su cuerpo negro a una sola mano y, con la otra, saqué un cuchillo de cocina del bolsillo. El cuervo se agitaba desesperado, tratando de escapar de su destino atroz, que estaba a punto de alcanzarlo.

De un solo movimiento hundí la hoja en su vientre, y la sangre brotó de inmediato. Me estremecí, pero no aparté la mirada de cómo el pájaro se apagaba lentamente; cómo la vida se escurría de él en hilos de sangre. Estos corrían por mis codos, goteando al suelo. La cabeza del ave cayó hacia atrás, con el pico abierto. De él escapó un ronco suspiro, semejante a unas últimas palabras antes de la muerte definitiva.

Un crujido a mis espaldas me sacó del trance en el que me hallaba durante esos pequeños sacrificios de animales. Al volverme, vi a mi padre con un fusil y una liebre muerta en la mano.

—Cazadora —bufó el hombre al verme con mi presa.

—Tú también —señalé el pequeño cuerpo que llevaba.

—¿Esto? Los taishenses espantaron casi todo, y los estanques los envenenaron con algo extraño —se quejó, arrojando la liebre junto a la puerta.

Bajé el cuchillo, arrugando la nariz de manera involuntaria ante el olor de la sangre tan cerca de mí.

—¿Envenenaron los estanques? —pregunté.

—Ajá. Está bien, voy a meter la liebre. ¿El cuervo también?

—Sí —le entregué otra presa para la comida de ese día, agitando las manos.

Mi padre desapareció en la casa, dejándome sola en el patio. Seguí con la mirada su robusta silueta, y luego bajé los ojos a mis manos. Estaban manchadas de sangre y mugre. Suspiré e intenté limpiar las gotas, que ya se habían impregnado en la piel. Fue inútil, así que, para no seguir oliendo cadáveres de animales dentro, decidí caminar hasta el lago. Guardé el cuchillo en el bolsillo, miré alrededor y me dirigí por el sendero conocido hacia el bosque.

No me parecía tenebroso, pues a mis espaldas ya cargaba con demasiadas escenas horribles. En mi experiencia había habido asesinatos en la calle e incluso personas que se llevaban cuerpos a sus casas. Claro, para cocinarlos y devorarlos. Recordar aquello semanas atrás me habría hecho torcer el gesto, pero ya no sentía nada. Todo se había convertido en normalidad, la que todos acataban. Como no había comida, nos veíamos obligados a buscarla en todas partes. En los niños, en los adultos, en las mascotas, en los familiares. No quería pensar en quién había estado en mi estómago. Eso ya carecía de importancia.

Lo mejor, sin embargo, era la ayuda de Myongoguk. Traían en secreto distintos alimentos, aunque no todos lograban quedarse con una parte, ya que los taishenses descubrían esos campamentos y fusilaban en el acto. Como consecuencia, Tai’shen declaró la guerra también a Myongoguk, arrastrándolos a la Guerra Mundial. Ya había perdido la cuenta de con cuántos países combatían. Pero no importaba. Nada importaba, como tampoco lo que sucedía en nuestra casa. Las discusiones aumentaban sin cesar, la tensión crecía. No me sorprendería que esa situación terminara en algo… espantoso.

El sendero me condujo al lugar conocido. A mi vista aparecieron Zui y kon ka, que charlaban animadamente. El chico estaba mucho más delgado, y su rostro pálido lo decía todo.

—¡Dao! —me llamó, poniéndose de pie.

Al mirarlo, noté su sonrisa radiante. Seguro había conseguido algo sabroso.

—Mamá logró hornear pan —me tendió un trozo envuelto en un pañuelo.

Mi estómago respondió de inmediato, rugiendo con fuerza. Me llevé las manos para taparlo, como si Zui nunca hubiera oído un estómago hambriento. Tragué saliva con dificultad para no abalanzarme sobre el pan. Pero su aroma era demasiado tentador.

Apreté con uñas el bulto envuelto, apenas pude asentir, devorando con la mirada el pañuelo que contenía el manjar.

—Dao, ¿estás bien? —susurró Zui.

—Ahora sí —murmuré, moviendo los labios nerviosa.

—Somo y yo estuvimos dibujando. ¿Quieres unirte?

—¿Eh? —al levantar la vista del pan, lo miré sorprendida—. No traje cuaderno.

—Yo comparto —Zui me guio hacia un claro donde Som se hallaba sentado junto a la lae.

La misma lae.

Me detuve en seco, incapaz de dar un paso más. La criatura se volvió hacia mí, abrió sus ojos como si se sorprendiera de verme.

Los mismos grandes ojos negros, el cabello oscuro inmutable y la piel azulada. Y aquel vínculo mágico que agitó de golpe mi corazón. La chispa que siempre surgía al escuchar la voz de lae se encendió en mi interior. Quería renacer y seguir latiendo, pero algo lo impedía. Un obstáculo desconocido bloqueaba el hilo de nuestra conexión.

Levanté una ceja, como esperando que lae me ayudara a comprender. En su lugar, la criatura se levantó y caminó hacia mí. Su mano húmeda se posó en mi hombro y luego descendió hasta mi codo. Ante mis ojos se alzó el recuerdo de la primera vez que me tocó, enlazando así nuestro lazo.

—¿Quieres seguir escuchándome? —sonó en mi mente su voz suave, que solo podía pertenecer a lae.

Al mirarla, la respuesta era evidente: sí.

Asentí y la rodeé con los brazos. Lae me correspondió, estrechándome contra sí.

—¡Te he echado de menos!

Ese encuentro tan esperado, cuando en mis pensamientos solo había vacío, se sentía como un rayo de sol en medio de un mundo deformado; un mundo en el que todo lo decidía el hambre y no la fuerza. Pero junto a la criatura me permití olvidar lo que sucedía alrededor.




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