Lo que no tiene nombre

Capítulo 36

La languidez desapareció de golpe. Ante mí se desplegaba una escena que apenas podía comprender: mi padre con un cuchillo ensangrentado en la mano, y a sus pies el cuerpo de mi madre. Mis ojos cayeron sobre la mujer y los restos de ella: vísceras, sangre y carne. El espectáculo recordaba lo que habían hecho con Zui.

Mi mirada ascendió a la espalda de mi padre, que parecía encogerse, como si el peso de mis ojos lo aplastara.

—Dao, querida —susurró el hombre con una voz empalagosa, jugueteando con la empuñadura del cuchillo.

Del filo goteaba sangre escarlata, formando un charco que se unía al que ya se extendía bajo el cuerpo de mi madre.

Vacío. A través de él se filtró la alarma, obligándome a tensar todo: oído, vista y pensamiento. Una persona con un arma en la mano no tiene buenas intenciones, y mucho menos alguien que ya probó su filo en otra persona. Cosas evidentes, pero ¿cómo escapar de ellas? Hasta donde sé, los hombres corren mucho más rápido que las mujeres. Y yo soy apenas una niña. No voy a escapar.

Voy a morir.

Ese pensamiento contrastaba con mi mantra de cada minuto. No encajaba en mi espíritu de lucha que había construido para mí. No pegaba en absoluto. Era como si hubiera vuelto al estado de resignación, cuando acepté mi pronta muerte. Aquellos días no fueron los mejores, y no quería recordarlos.

Quiero vivir. ¿Por qué? Por el camino del futuro que traza mi nombre. Un camino que construiré yo misma.

Doy un paso hacia un lado, mientras mi padre aún me da la espalda.

—No deberías haber visto esto —la cabeza de papá giró un poco para captar mis movimientos con la visión periférica.

Maldición. Me quedé inmóvil, como si eso ayudara a fundirme con el entorno, como hacen los camaleones. Pero yo no soy un camaleón. Soy Dao.

—Ocurrió por accidente —sus palabras no sonaban convincentes en lo absoluto, pero continuó—: Discutimos, ¿entiendes?

—La mataste —mi voz afirmaba un hecho, pero él lo tomó como un reproche.

—Fue un accidente.

—Imposible.

—Ella me irritó. No me contuve. Tengo hambre, Dao. Y tú también.

Tragué un nudo espeso que de pronto se atascó en mi garganta. Yo también tenía hambre, no menos que él, pero no caería en tales…

Caigo. Hago esas mismas atrocidades.

La conciencia me atravesó como una aguja. Por un instante me confundió tanto que no noté el momento en que mi padre dio un paso hacia mí. Al darme cuenta, levanté de inmediato las manos, alerta, como si me defendiera. No era momento de reflexionar frente a un hombre armado.

—¿Me vas a culpar de asesinato? ¿Acaso tú no has matado animales? —papá ya estaba completamente vuelto hacia mí, y pude distinguir las salpicaduras de sangre en su suéter.

—Yo no he matado personas —susurré, dando un paso apenas perceptible hacia un lado.

De reojo miré hacia la habitación de mis padres. Recordaba con claridad algo que podría ayudarme. Pero tenía que alcanzarlo primero, sin caer en una trampa.

—Yo sí he matado —admitió mi padre con la pesadez de un hecho, pero para él, sencillo.

—¿Y qué? —seguía sin comprender la esencia de su discurso.

—Hace tiempo que no somos humanos, ¿lo entiendes? Un humano no haría estas cosas.

—Predicas como si no acabaras de matar a mamá —mi voz se quebró al final, pero no me detuve en eso, mantuve la compostura.

—Dao, ¿hablamos? —extendió las manos hacia mí.

Aún sujetaba el cuchillo manchado. No parecía querer soltarlo, igual que no abandonaba sus oscuros propósitos.

—No. No tenemos nada de qué hablar —corté en seco.

—Hija, por favor. Tengo algo que decirte.

Papá dio un paso hacia mí.

Ante mis ojos todo centelleó. Reconocí la señal de “huir” —y corrí.

Con todas mis fuerzas me lancé hacia la habitación de mis padres, y él detrás de mí.

La puerta casi salió de sus goznes cuando la empujé. La sangre golpeaba con furia en mis sienes mientras corría hacia la pared. En ella colgaba una escopeta de caza, cuyo destino estaba entrelazado con las recientes muertes de animales. Sin pensarlo, la agarré.

Poco a poco, el pánico me alcanzaba; las manos me temblaban mientras intentaba revisar las balas. Había. Coloqué de nuevo el cargador y luego —el seguro. No logré quitarlo de inmediato, con el corazón repicando en mi cabeza, la respiración entrecortada, y los pasos de mi padre empujándome. No pensaba, actuaba como creía necesario y eficaz. Un tic me sacudió el ojo por la tensión.

Se oyó un “clic” seco. Justo a tiempo alcé la escopeta, porque papá ya se acercaba. Apenas abrió los labios para hablar —y el disparo desgarró el aire.

Mi padre se tambaleó. Una mancha en su suéter empezó a expandirse, tiñendo toda la tela. Bajó la cabeza, y luego la levantó de nuevo. Sus ojos no mostraban nada, salvo un asombro indescriptible.

—Me irritaste —las palabras sonaron como un hacha que parte un árbol.

Las manos de mi padre se alzaron, dejando caer el cuchillo. El tintineo del metal hizo que mi cuerpo se estremeciera. Aún sostenía el arma cuando papá cayó de rodillas y jadeó:

—Dao…

Apreté el gatillo una vez más. Esta vez su cabeza se echó hacia atrás, y el cuerpo se desplomó por completo.

Silencio. El frío gobernaba la casa. Parecía que el aire helado corría más fuerte tras el disparo. Incluso dentro de mí sentí una escarcha que cubría todo mi cuerpo. Sin parpadear, bajé el cañón hacia el suelo.

El vacío creció en mí, abriéndose en algo cada vez más desconocido. Ese “desconocido” se ensanchaba tras cada muerte de un animal. Incluso con zoï me. Crecía, me desgarraba y se adentraba más en mi mente.

¿Es así como se cava la fosa que dejan los asesinatos que cometo? ¿Qué pasará cuando se vuelva demasiado grande? ¿Enloqueceré, o algo parecido?

Mirando a mi padre, ya no veía en él a la persona querida y cercana que conocía; la que me apoyaba y ayudaba. En él no quedaba nada humano, nada parecido a lo que había sido. Absolutamente nada.




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