Lo que no tiene nombre

Capítulo 40

Robábamos patatas con Lae. Al menos eso era mejor que matar, ¿no es cierto? Así transcurrían los días. Con mayor frecuencia sentía el vacío en el estómago.

Hace unos días enterré los cuerpos de mis padres en la tierra, junto a la casa. Encontré piedras y en ellas grabé los años de sus vidas, las fechas y los nombres. Llevaba flores cada día, cuando las anteriores se marchitaban. Quería hacer de aquel lugar algo hermoso y acogedor para ellos, como una señal de que había alguien aquí, en la tierra, que aún cuidaba de su memoria.

Cuando me sentaba junto a aquellas improvisadas tumbas, parecía que absorbían mi energía, drenaban todo dentro de mí, y luego me soltaban exhausta y vacía. Después de aquello siempre iba con Lae, que con sus palabras y abrazos me devolvía la fuerza de seguir viviendo.

Esta vez también me había sentado frente al pequeño montón de piedras. Instintivamente dejé el cuchillo a mi lado. Resoplando por la nariz, miré alrededor. Ya era de tarde. A decir verdad, hacía tiempo que había perdido la noción del tiempo, de los días, de las semanas y de los meses. Tal vez ya era agosto o septiembre. Aunque, ¿qué importaba, si nadie iba a ir a la escuela por la situación del país?

Oh, y aquella situación empeoraba con cada día, incluso con cada minuto. Sabía perfectamente que estábamos perdiendo. Algunos de nuestros soldados regresaban, se encogían de hombros y decían que era inútil luchar. Quizá eso era lo más terrible que podía oírse de un guerrero: escuchar que tantas vidas se habían perdido en vano en las batallas.

Según lo que escuchaba en el mercado, Shu'cín y el ejército no soltaban al emperador bajo ninguna condición. Los Taishen o, mejor dicho, los Yunzjin, sofocaban cada levantamiento y cada intento de avance de los hakenos. No perdían la esperanza e incluso intentaban negociar con palabras, ofrecían dinero, minerales, pero en vano. Todo era en vano.

Hak Ek Kuok no tenía un futuro feliz, salvo aceptar las cadenas y someterse a los Dragones.

Mi opinión al respecto era neutral. No quería resignarme a vivir bajo la bandera del Loto, pero entendía perfectamente que no teníamos elección. Los vecinos lidiaban con espías que se infiltraban en sus tierras. Los Halcones apoyaban a los Dragones, pero al mismo tiempo se mantenían al margen, bajo el lema de “mi casa está en la orilla”.

¿Aceptaría yo la cultura del Loto, es decir, de los Dragones? No lo sé. No tengo la menor idea de lo que haría en ese caso.

Madre, padre, hermana... ¿Por qué no estáis conmigo para ayudarme?

Poco a poco empezaba a entender que el hambre me empujaba hacia el sueño, así que me levanté. Sacudí la tierra de mi vestido, miré por última vez los pétalos de flores rojas y azules, y luego me giré. Deslicé mi defensa, o quizás mi ataque, en el bolsillo, y caminé hacia el bosque.

El sendero, familiar y querido, conducía al lago. Con él volvían todos los recuerdos de Lae: cuando tuve que llevarla allí por seguridad; cuando luchamos contra Zoi me; cuando presenté a la criatura a mi hermana.

Todavía recuerdo cómo Tuyet trató a mi amiga con bondad. La aceptó como a una persona. Eso me llenó de alegría. Rápidamente encontraron un lenguaje común, establecieron un vínculo y conversaban. ¡Incluso logramos hablar las tres juntas! En aquel momento me alegré tanto que casi estrangulé a Lae y a Tuyet en un abrazo.

Reí para mí, recordando los lamentos de mi hermana y sus intentos de liberarse. Lae simplemente aceptó aquel gesto, permitiéndome abrazarla cuanto quisiera. Encontré en la criatura aquella luz que se abría paso entre la oscuridad del caos.

Y otra vez… Sus abrazos eran distintos de los de Tuyet, de Hoa y de Zui. Estaban llenos de ese silencioso apoyo, de una ternura cautelosa que curaba las heridas del alma. A su lado todo era tranquilo y acogedor, incluso con aquel pantano alrededor.

Al fin llegué a la orilla. Lae me invitó a su abrazo. Me lancé a él, apoyando la cabeza en su hombro húmedo. La criatura me rodeó con ternura, como a una niña pequeña, llevándome de nuevo a aquellos recuerdos en que era mucho más joven y Tuyet me leía los cuentos que ella misma escribía. Lae se arrodilló, tratándome con cuidado para que no despertara.

La calma fluía hacia mi cuerpo con la esperanza de cerrar los huecos en mi alma que abría el hambre y el deseo de vivir. Mi estómago gruñó, y luego calló. Y con él, calló también el mundo.

***

Caí en el sueño poco a poco, no de golpe, como suele ocurrir en las pesadillas. Por cierto, hacía tiempo que no tenía pesadillas. Quizá dejar la carne había contribuido a eso, y por fin podía dormir bien y descansar. Al menos había logrado algo bueno en este tiempo. Eso me alegraba.

Me encontré en un gran edificio, en una habitación espaciosa. Mirando hacia abajo, noté ciertos cambios en mí. Era mucho más alta, mis dedos eran más finos y largos. ¿Qué me pasaba?

Busqué un espejo, o al menos una superficie reflectante, pero sólo encontré cuadros. Innumerables pinturas de gatos, retratos de personas y paisajes llamaron mi atención, haciéndome olvidar por un instante el nuevo cuerpo.

Parpadeé, confundida, tratando de entender si aquello era un sueño. Pero no veía señales de que lo fuera. De acuerdo.

Inhalando aire, y con él una fuerza nueva que encontraba en mi interior, me acerqué al primer cuadro: un retrato de un joven. El rostro me resultaba familiar: rizos suaves de color chocolate, pecas apenas visibles en una piel algo morena, aunque más clara que la mía.

Lo reconocí al instante. Era Zui.

El chico estaba sentado en la hierba, mirando hacia un lado del cuadro, con un álbum en las manos, aquel en el que, según recuerdo, aparecían las criaturas que había visto. La pintura estaba hecha con pinceladas suaves y cálidas, transmitiendo sencillez, pero a la vez guardando tantas emociones y recuerdos que me costaba creer la inscripción al pie del marco. Con tinta negra, en letras finas, estaba escrito “Dao”, adornado con filigranas y una pequeña flor.




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