Lo que nos hace humanos

Capítulo 2 - Lo cotidiano también pesa

El ruido del microondas fue lo primero que escuché al despertar. Luego, el sonido metálico de las llaves de mi madre cayendo al suelo, seguido de su clásico "¡mierda!" matutino. Era un concierto rutinario, una banda sonora de mi casa que no cambiaba ni aunque temblara la Tierra.

—Leo, ¿quieres tostadas o paso de largo como siempre? —gritó desde la cocina.

—Paso… gracias igual.

—Dijiste lo mismo ayer y después te comiste media bolsa de galletas. Luego te quejarás del dolor de panza.

—Es mi superpoder —respondí, arrastrándome hasta la mesa con el pelo hecho una guerra civil.

Mi madre se detuvo un momento, me miró, y puso esa cara suya que mezcla amor, preocupación y la certeza de que no me peino desde hace tres días.

—Dormiste poco otra vez, ¿no?

—No me acuerdo.

—Leo...

—Solo tardé en dormirme. No pasa nada.

Mentí. Otra vez. La verdad era que había estado viendo vídeos de un youtuber canadiense que hablaba de cosas que no entiendo ni en español. Todo para no pensar. Para no escuchar a mi cabeza haciendo ese ruidito molesto que hace cuando algo no encaja.

Mamá dejó una taza frente a mí. Té, con miel. Su forma de decir "te estoy cuidando sin presionarte". Supongo que ambos hablábamos un idioma no verbal desde hace tiempo. Ella no preguntaba mucho sobre mi tristeza silenciosa, y yo no le contaba.

Mi casa es un lugar de paredes limpias y silencios llenos. No porque falte amor, sino porque hay cosas que, cuando se nombran, duelen más.

Papá no vive con nosotros desde hace casi dos años. Se fue una noche con una mochila pequeña, una mirada pesada y un “es lo mejor”. No volvió. No dijo cuándo. Ni si volvería. A veces creo que mamá sigue esperando. O al menos espera que yo no lo nombre, por si todavía escuece.

Ese día no hubo pelea ni llanto. Solo el sonido de la puerta cerrándose, suave. Como si no quisiera molestar.

En el cole, las cosas no eran ni buenas ni malas. Eran. Punto.

Estaba Clara, siempre Clara, haciendo que todo se sintiera un poquito menos agobiante. Y Nico, que parecía no entender ni el 30% de lo que pasaba, pero igual se reía como si el mundo fuera un chiste cósmico.

Y después estaban ellos. Los que te saludaban con una palmada demasiado fuerte. Los que te miraban raro, como si no encajaras. Los que no sabían que el silencio también es una forma de violencia.

—Te juro que me tiró el lápiz por la cabeza —nos dijo Clara en el recreo, indignada—. Y encima me dice “fue sin querer”. ¿Qué parte de que lo tenía en la mano y lo apuntó hacia mí fue sin querer?

—La parte en la que no quiere que lo mates después —le respondió Nico.

—Lo voy a matar igual —bufó ella, abriendo su yogur con furia.

Yo reí. Y por un segundo, lo olvidé todo.

El miedo. La presión. Esa sensación de que algo estaba mal en mí, aunque no supiera qué.

Me sentí parte.

Me sentí normal.

—Leo… —dijo Clara de repente, bajando la voz—. ¿Tú estás bien?

La pregunta flotó un segundo.

Demasiado directa para esquivarla.

Demasiado honesta para mentirle del todo.

—No lo sé.

Ella no insistió. No cambió de tema. Solo se quedó ahí, conmigo. Y eso valió más que cualquier palabra.

Esa noche, mientras el ventilador giraba haciendo más ruido que viento, pensé en todo lo que tenía.

Una vida no perfecta, pero mía.

Una madre que se esfuerza aunque esté rota.

Un par de amigos que no necesitan explicaciones.

Y un cuerpo que… que a veces dolía. Un poquito. Nada grave. Un cansancio raro. Un moretón que no recordaba de dónde venía.

Pequeñas señales.

Pero todavía no.

Todavía era solo un chico de 16 años.

Todavía no tenía nombre el monstruo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.