Llovía. Pero no una lluvia fuerte. Era esa fina, persistente, molesta, que no moja de golpe, pero se te mete hasta los huesos si la ignoras. Como algunas verdades.
Iba caminando hacia el instituto con la capucha puesta y los cascos sonando bajito. Nadie hablaba por la calle. Ni siquiera los coches parecían querer romper el silencio. Salamanca en otoño tiene esa manera melancólica de mirar. Todo parece un poco más lento, como si la ciudad se acordara de algo triste.
—Llegas calado —me dijo Clara en cuanto entré al aula, mirándome como si me hubiera escapado de una película dramática.
—No me gusta el paraguas. Me siento ridículo.
—¿Ridículo por no querer pillar una pulmonía?
—Prefiero mojarme que parecer mi abuelo con bastón extensible.
Ella rió, y se sentó a mi lado como si el mundo fuera menos horrible si estábamos juntos. A veces no decíamos nada, y bastaba.
Nico llegó tarde, otra vez. Con la excusa de siempre: que se le escapó el autobús. Aunque todos sabíamos que vivía a tres calles.
Ese día tuve una especie de... vacío. No tristeza, no ansiedad. Solo un cansancio raro, como si mi cuerpo fuera una mochila con piedras que no recordaba haber metido. Me dolían las piernas después de subir solo dos pisos y, en clase de historia, se me nubló la vista por unos segundos. Como si me desenchufaran.
—¿Leo, estás bien? —preguntó la profesora.
—Sí, sí. Solo... bajada de tensión, creo.
Mentí. Pero lo dije con una sonrisa. Y eso bastó.
A la salida, me esperaron Clara y Nico. Caminamos por la calle Zamora, esquivando charcos y hablando de cosas que ahora no recuerdo, pero que en ese momento se sentían importantes. Nico se detuvo frente a una panadería.
—¿Nos pillamos napolitanas? Hoy invito yo, chavales.
—¿Estás enfermo o ganaste la lotería? —pregunté.
—Ninguna. Pero he aprobado mates, y eso ya es un milagro. Hay que celebrarlo.
Reí. Aunque por dentro, algo dolía. No era físico. Era otra cosa. Una especie de distancia entre ellos y yo. Como si camináramos juntos, pero yo fuera medio paso detrás. No porque quisiera… sino porque no podía seguirles el ritmo.
Esa tarde dormí sin querer. No fue una siesta. Fue un sueño profundo, involuntario. Cerré los ojos un momento y desperté dos horas después, con el cuello torcido y una sensación extraña en el pecho. Como un peso. Como si algo me aplastara desde dentro.
Mamá no estaba. Había dejado una nota: “He ido a hacer la compra. Volveré pronto. Hay sopa.”
No tenía hambre. Pero me obligué a comer algo.
Dos cucharadas. Tal vez tres.
Después el estómago se revolvió.
No vomité. Pero estuve cerca.
A la noche, mamá me miró con esa cara suya, mezcla de radar y cariño.
—Estás más pálido de lo normal, Leo. ¿Dormiste mal?
—No. Solo estoy cansado.
—Estás siempre cansado últimamente.
—Estoy en crecimiento.
Intenté sonreír.
Ella también. Pero no le salió del todo.
Se acercó, me puso una mano en la frente.
—No tienes fiebre. Pero estás raro.
—¿Raro cómo?
—No sé. Te noto apagado.
—Estoy bien.
Mentí.
Otra vez.
Antes de dormir, me miré al espejo. No sé por qué. Normalmente no lo hago tanto.
Pero esa noche lo hice. Me acerqué. Me miré los ojos. Tenían algo distinto. No podía decir qué. Como si la parte de atrás estuviera más oscura.
No sentí miedo. Aún no.
Pero hubo un segundo… uno solo…
en el que deseé que alguien me dijera: “No estás loco. Esto que sientes… tiene nombre.”
No lo sabía entonces.
Pero el cuerpo siempre habla.
A veces susurra.
Y si escuchas bien, grita.