La ciudad estaba cansada. No lo decía, pero se notaba. El aire tenía ese olor a humedad que aparece justo antes de una tormenta, como si el cielo estuviera a punto de llorar por todo lo que se calló durante el día.
Emilia salía del colegio con paso rápido, como todos los viernes por la tarde. Llevaba los audífonos puestos, pero no escuchaba música. Los usaba más como escudo que como distracción. Su cabello castaño, ligeramente ondulado, estaba recogido en una trenza mal hecha que se había soltado un poco durante las clases de educación física. Caminaba sola, como casi siempre, abrazando sus cuadernos contra el pecho. Tenía una de esas semanas en que todo pesa: las tareas, los silencios, la mirada de algunos compañeros, las dudas sobre sí misma, la sensación de que algo está por pasar, aunque aún no sabes qué.
La primera gota cayó justo cuando cruzaba la reja principal del colegio.
—No puede ser… —murmuró.
Levantó la vista. Las nubes lo cubrían todo. Oscuras, densas, como si el cielo estuviera sosteniendo la respiración.
Entonces llovió. No como una lluvia tímida de primavera, sino como una cortina salvaje de agua que parecía querer limpiar todo: las calles, los autos, las penas de la semana. Emilia no tuvo tiempo de correr. En cuestión de segundos, su sudadera estaba empapada, y sus zapatillas hacían un sonido pegajoso con cada paso. Podía ver cómo algunos compañeros ya habían alcanzado la tienda de la esquina, otros se refugiaban bajo marquesinas, paraguas o árboles. Ella no tenía dónde ir.
Pensó en correr. Pensó en resignarse. Pero lo que no pensó fue que él aparecería.
Gabriel Reyes.
Apareció como si hubiera estado ahí todo el tiempo, como si la lluvia lo hubiera traído consigo. Alto, con los hombros rectos y el paso tranquilo. Llevaba una mochila cruzada y una chaqueta oscura que ya mostraba marcas de agua. No dijo nada. Solo levantó su paraguas —uno negro, grande, de esos que parecen sombrillas— y lo sostuvo por encima de ambos.
—¿Vas a quedarte ahí o te vienes? —dijo con voz firme, pero serena.
Emilia lo miró sorprendida. No se movió de inmediato. Lo conocía, claro que sí. Todos conocían a Gabriel. Estaba en el mismo curso, pero en otro salón. Era el tipo que no hablaba mucho, que se sentaba siempre al fondo, que no buscaba problemas pero a veces se metía en ellos por defender a alguien. El tipo que parecía tener el mundo en la cabeza, pero no le contaba a nadie.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, todavía incrédula.
—Pasaba por aquí. Te vi. Vas a pescar una pulmonía si sigues parada así. Vamos.
Gabriel no esperó más. Dio un paso y se colocó a su lado, cubriéndola completamente con el paraguas. Estaban tan cerca que ella podía escuchar su respiración, tranquila, acompasada. Sentía el calor de su brazo aunque no se tocaran.
—Gracias —dijo en voz baja, y empezó a caminar con él.
—No hay de qué —respondió, sin mirarla.
Avanzaron en silencio durante unos minutos. Las gotas golpeaban el paraguas con fuerza, pero bajo él se sentía como si estuvieran dentro de una pequeña burbuja, protegidos del mundo.
—¿Siempre te mojas así cuando sales del colegio? —preguntó él de pronto, con tono burlón.
—No. Hoy olvidé revisar el clima —respondió ella, medio riendo.
—Ya veo. Muy estratégica.
Ella levantó la mirada. Él seguía mirando al frente, pero tenía una media sonrisa en los labios. Gabriel Reyes. El chico que nunca sonreía del todo.
—No sabía que eras tan alto… —dijo de pronto, sin pensar.
Gabriel la miró de reojo, arqueando una ceja.
—¿Y tú siempre dices cosas al azar?
—No, perdón. Es solo que… —Emilia bajó la mirada, apenada—. Es que me cuesta mucho mirar a alguien tan alto a los ojos. Me siento como si tuviera que escalar una montaña.
Él soltó una risa breve, inesperada.
—Entonces soy una montaña.
—Una muy rara —añadió ella, con una sonrisa traviesa.
—¿Y tú? ¿Una miniatura enojona?
Ella lo miró ofendida, pero riendo.
—¡No soy enojona!
—Dudoso.
Gabriel la miró por primera vez directamente a los ojos. Y fue entonces cuando el tiempo pareció detenerse. Fue solo un instante, pero bastó. Sus miradas se encontraron en medio de la lluvia, bajo un paraguas que parecía demasiado pequeño para tanto que no se decían. Ninguno apartó la vista. Ninguno dijo nada. El silencio entre ellos no era incómodo. Era una especie de paz rara. Como si se conocieran desde antes.
—¿Dónde vives? —preguntó él, bajando la mirada por fin.
—A dos cuadras de aquí. Giro en la próxima.
—Te acompaño.
—¿Y tú?
—Yo vivo en dirección contraria. Pero no me voy a ir sabiendo que vas a terminar estornudando como loca todo el fin de semana.
Ella bajó la mirada otra vez, sintiendo que el pecho le latía demasiado rápido. No sabía si era la lluvia, la cercanía, o la forma en que él la miraba cuando no creía que lo notara.
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Editado: 11.04.2025