“No se trataba de cuánto hablaban, sino de cómo se miraban.”
Desde aquel día bajo la lluvia, algo invisible se había deslizado entre ellos. No era algo que pudiera tocarse o explicarse fácilmente, pero estaba. Emilia lo sentía en su pecho, como una mariposa quieta, esperando el momento de volar. Y Gabriel… Gabriel se comportaba como si nada hubiera cambiado, aunque sus ojos lo traicionaban. Ya no la miraban con la indiferencia casual de antes, sino con una intensidad silenciosa, como si intentara recordarla cuadro por cuadro.
La semana siguiente comenzó con un cielo despejado, pero dentro de Emilia, el clima era todo lo contrario. Llevaba días preguntándose si todo lo que sintió aquel viernes fue real o solo parte de su imaginación. Tal vez Gabriel solo había sido amable. Tal vez ni pensó en ella durante el fin de semana. Tal vez, para él, solo fue eso: una coincidencia, un gesto educado.
Pero entonces lo vio.
Estaba apoyado en la reja del colegio, esperándola. A las siete en punto, como si lo hubieran pactado. No llevaba paraguas esta vez, ni chaqueta para prestarle, pero ahí estaba, con su mochila al hombro, su cabello ligeramente revuelto por el viento y esa expresión neutral que a ella le empezaba a parecer cálidamente familiar.
—¿Siempre llegas tan justo? —preguntó Gabriel al verla aparecer al final de la calle.
—¿Siempre eres tan puntual?
Él sonrió de lado, como quien encuentra la respuesta divertida pero predecible. Comenzaron a caminar juntos hacia la entrada del colegio, sin hablar demasiado. A ratos, Emilia miraba de reojo cómo sus pasos eran largos y firmes, mientras los suyos eran cortos y nerviosos, como si caminara junto a una figura que la protegía sin anunciarlo. Le gustaba su presencia. No la forzaba. Era como una sombra tranquila, como un abrazo sin brazos.
—¿Qué escuchas en esos audífonos? —preguntó ella de pronto.
—Música vieja.
—¿Tipo...?
—The Smiths, Queen, Silvio Rodríguez, Andrés Calamaro…
—¿En serio? ¿No escuchas reggaetón?
Gabriel arqueó una ceja, como si la sola idea fuera un chiste mal contado.
—Solo si me torturan.
Emilia soltó una risa suave. Era raro que él hablara de sí mismo. Más raro aún que bromeara. Se notaba que Gabriel era de esos chicos que no le mostraban mucho al mundo, pero cuando lo hacían… valía la pena escuchar.
—¿Y tú? —preguntó él, mirándola con más atención—. ¿Qué escondes detrás de esa trenza mal hecha?
Ella se tocó la trenza de inmediato, sonrojada.
—¡No está mal hecha!
—Está en la frontera entre "me peiné" y "me rendí".
Emilia se rio, esta vez más fuerte. Su risa lo hizo sonreír. No con burla, sino con una ternura que apenas se le escapaba por los labios.
—Escucho música triste —confesó ella, aun riendo.
—Eso no me sorprende.
—¿Por qué?
—Tienes ojos de alguien que siente más de lo que dice.
Esas palabras la atravesaron. No porque fueran intensas, sino porque eran exactas. Como si él hubiera abierto una puerta sin pedir permiso.
Ese día en clase, Emilia no pudo concentrarse. Las palabras de Gabriel le daban vueltas en la cabeza. Esos ojos suyos —tan serenos, tan presentes— parecían haberla descubierto más rápido que nadie. Como si la conociera desde antes. Como si supiera cosas de ella que ni siquiera ella sabía cómo explicar.
Al salir del colegio, él volvió a esperarla. Esta vez no dijo nada, solo caminó a su lado como si fuera lo más natural del mundo. Pasaron por una panadería. Gabriel entró sin avisar y salió con dos empanadas de queso envueltas en papel.
—¿Te gusta el queso? —preguntó.
—¿Quién no?
—Entonces toma. Mi abuela dice que uno no puede estar triste con queso caliente en las manos.
Ella tomó la empanada. Estaba tibia. Sabía a hogar, a refugio.
—¿Vives con tu abuela?
—Sí. Desde hace un par de años.
No dijo más. Y ella no preguntó. Entendió que había historias que aún no estaban listas para ser contadas. Lo importante era que él la dejaba entrar poco a poco, sin prisa. Y ella estaba dispuesta a esperar cada palabra.
Caminaron hasta una plaza pequeña, de esas que se esconden entre casas viejas y árboles altos. Se sentaron en el borde de una fuente que apenas funcionaba. A su alrededor, los sonidos eran tenues: el murmullo de las hojas, algún ladrido lejano, el chasquido del papel mientras comían.
—¿Por qué haces esto? —preguntó ella de repente.
—¿Qué cosa?
—Esperarme. Caminar conmigo. Comprar empanadas. ¿Por qué?
Gabriel la miró un momento. Su rostro no mostraba duda, ni juego. Solo sinceridad.
—Porque me gustas. Pero no quiero apresurarte.
Emilia sintió que el corazón se le detenía. No había esperado una respuesta así, tan directa, tan simple. Tan limpia. No sabía qué decir. Así que no dijo nada. Solo lo miró. Y Gabriel pareció entender que, a veces, el silencio era la única forma de responder con el alma.
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Editado: 11.04.2025