lo que nunca dijimos

Capítulo 4: Lo que no decimos

“Hay dolores que no gritan, pero arden más que el fuego.”

Desde aquella tarde en que Gabriel y Emilia vieron caer el atardecer en la colina, los días empezaron a sentirse distintos. No cambiaron sus rutinas, ni sus palabras... pero el aire entre ellos tenía otra textura. Más denso. Más eléctrico. Como si el mundo hubiera decidido empezar a empujarlos hacia algo inevitable… pero ninguno quería ser el primero en dar el paso.

La complicidad seguía ahí: las miradas que se cruzaban durante las clases, los mensajes nocturnos, las caminatas al salir del colegio. Pero también empezaban a crecer los silencios incómodos. Esos que no se escuchan pero se sienten. Esos que se acumulan en el pecho como un grito que no se suelta.

Fue en medio de esa calma tensa que llegó Elías.

Alto, moreno, con ojos profundos y sonrisa encantadora. Desde el primer momento, atrajo miradas, pero él solo parecía tener ojos para una persona: Emilia. Y eso… Gabriel lo notó de inmediato. Lo sintió como un zumbido en el pecho. Inofensivo al principio. Luego, insoportable.

Elías era extrovertido. Tenía esa seguridad que a veces confundía con arrogancia. Pero lo que más le dolía a Gabriel no era verlo hablar con Emilia. Era escucharla reír con él.

La primera vez que los vio caminando juntos por el pasillo, sus dedos casi rozándose, su cuerpo se tensó por completo. Fingió no verlos. Se giró hacia su casillero, como si estuviera ocupado buscando algo. Pero no pudo evitar escuchar.

—¿Y si te invito a ver una película este fin de semana? —preguntó Elías, descaradamente.

—No sé... —respondió Emilia, titubeando.

—Vamos, solo como amigos. Así me ayudas con literatura y yo te invito un helado.

Gabriel cerró el casillero de golpe. Más fuerte de lo necesario. Ambos lo miraron. Él solo los ignoró y se fue caminando con pasos firmes, mordiéndose la lengua, apretando los puños.

Esa tarde no le escribió a Emilia.

Tampoco la esperó en la reja.

Ella caminó sola hasta su casa, mirando el celular una y otra vez, preguntándose si había hecho algo mal. El corazón le pesaba en el pecho.

Al llegar a casa, intentó concentrarse en las tareas, pero no podía. Finalmente, escribió:

Emilia: ¿Estás molesto conmigo?

Pasaron casi cuarenta minutos sin respuesta. Cuarenta minutos en los que Emilia se paseó por toda su habitación, repasó mil veces la conversación con Elías, e imaginó todos los gestos que Gabriel había hecho ese día.

Finalmente, el mensaje llegó.

Gabriel: No lo sé. Supongo que un poco. No debería, pero lo estoy.

Emilia: ¿Por qué?

Gabriel: Porque me revienta ver cómo ese tipo se te acerca como si te conociera de toda la vida. Como si pudiera ocupar un lugar que no le corresponde.

Emilia: Gabriel… no ha pasado nada. Solo me habló. Solo quiso… ser amable.

Gabriel: No quiero sonar como un idiota. Pero cuando te vi con él, sentí que te perdía sin haber tenido nada contigo. Y eso duele, Emilia. Duele más de lo que imaginé.

El corazón de Emilia se desarmó con ese mensaje.

Lo leyó una y otra vez. No sabía si llorar, reír o correr a buscarlo.

Emilia: Entonces no te alejes. Si te duele, quédate. No me obligues a estar con otros solo porque tú tienes miedo de sentir.

Pasaron minutos eternos sin respuesta.

Pero no llegó ningún mensaje esa noche.

Ni al día siguiente.

Gabriel se estaba desmoronando por dentro. Cada vez que pensaba en Elías, su imaginación volaba: lo veía tomándole la mano, escuchando sus risas, robándole los gestos que hasta entonces habían sido solo suyos. Y lo peor... era que no podía reclamar nada. Porque oficialmente, él no era nada. Solo un amigo.

Una tarde, mientras caminaban por el pasillo, vio cómo Elías le acomodaba el cabello a Emilia después de que el viento se lo desordenara. Ella sonrió tímida. Y eso fue suficiente.

Gabriel no aguantó más.

Se acercó.

—¿Puedo hablar contigo? —le dijo a Emilia, sin mirar a Elías.

—Claro —respondió ella, un poco desconcertada.

—A solas.

Elías levantó las cejas, sorprendido, pero se retiró sin decir nada.

Caminaron hasta el viejo salón de arte, donde nadie iba a esa hora. Gabriel cerró la puerta y se apoyó en la pared. Emilia lo miraba con el corazón en la boca.

—No puedo seguir así —dijo él, con la voz baja, rota—. Me estoy volviendo loco, Emilia. No soporto verte con él. No puedo.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó ella, en un susurro. No era enojo. Era dolor.

—Que no lo dejes entrar donde yo vivo —dijo él, con los ojos brillando—. Que no lo dejes robar lo que nunca tuve el valor de pedir.




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