lo que nunca dijimos

Capítulo 5: El eco de tu nombre

“Hay nombres que se pronuncian incluso cuando el alma guarda silencio.”

Pasaron los días, pero lo que ocurrió en aquel salón de arte quedó atrapado entre sus miradas. No lo hablaban. No lo nombraban. Pero ardía. Y dolía. Cada vez que se cruzaban, era como si algo dentro de ellos se encendiera... y se rompiera al mismo tiempo.

Gabriel volvió a esperarla a la salida del colegio, como siempre. Pero ya no era lo mismo. Caminaban juntos, sí. Pero más callados. Más lentos. Como si el mundo les pesara en los pies.

—¿Estás bien? —preguntó él una tarde, rompiendo el silencio.

—Estoy intentando estar bien —respondió Emilia, sin mirarlo.

Gabriel sintió cómo esas palabras le atravesaban el pecho. Porque sabía que ella no merecía cargar con su incertidumbre, con sus silencios, con su miedo. Pero aun así… no podía prometerle un “para siempre” sin saber si él mismo estaría allí para cumplirlo.

Mientras tanto, Elías seguía presente. Más ahora que antes. Como si hubiese notado el espacio que se había abierto entre ellos y quisiera colarse por esa grieta. Emilia intentaba mantener distancia, pero él insistía con detalles: un chocolate en su casillero, una carta con un poema, un dibujo hecho en clase con su nombre escondido en los trazos. Y aunque ella los rechazaba con delicadeza, sabía que Gabriel los veía.

Y eso lo consumía.

Una tarde, en la cancha del colegio, durante una clase de educación física, Gabriel no soportó más. Estaban todos reunidos cuando Elías, en medio de una broma, puso una mano sobre el hombro de Emilia. Un gesto rápido, aparentemente inofensivo. Pero bastó.

Gabriel lo apartó de un empujón.

—No la toques —dijo, con los ojos encendidos.

Todos se quedaron en silencio.

—¿Qué te pasa, idiota? —respondió Elías, levantando las manos.

—Lo que me pasa es que no tienes derecho a invadir algo que no es tuyo.

—¿Y tú sí lo tienes?

Gabriel iba a responder, pero Emilia se interpuso.

—¡Basta, por favor! ¡No hagan esto!

Su voz estaba temblando. Sus ojos se llenaban de lágrimas.

Gabriel dio un paso atrás. Sintió un nudo en la garganta. No por Elías. Sino por ella. Por verla así. Por saber que estaba fallándole. Que la estaba exponiendo a una pelea que no merecía.

—Lo siento —susurró, y se fue sin decir nada más.

Esa noche, el padre de Emilia la llamó al comedor.

—¿Ese es el chico con el que te la pasas? —preguntó, mientras le mostraba su celular. Era una foto de la discusión en la cancha. Alguien la había subido a las historias.

—Papá, no fue nada…

—No quiero que te metas en problemas, Emilia. Ese chico no parece estable.

—¡Gabriel no es así! Solo estaba… defendiendo algo que siente.

Su madre la miró en silencio. Su padre frunció el ceño.

—¿Y tú también sientes algo?

Emilia no respondió.

Pero el silencio fue suficiente.

Desde entonces, sus padres comenzaron a observarla más de cerca. A hacer preguntas. A poner límites.

Y del otro lado, la madre de Gabriel también notaba el cambio en su hijo.

—¿Es por esa chica, verdad? —le preguntó una noche, mientras él cenaba en silencio.

—Mamá…

—Solo dime si estás bien.

Gabriel dejó los cubiertos sobre la mesa.

—Estoy tratando de estarlo.

—Entonces cuida eso que te hace bien. Porque si lo pierdes por miedo… te vas a arrepentir más adelante.

Gabriel no respondió. Solo bajó la mirada.

Los rumores crecían. En el colegio, decían que Gabriel y Elías se habían peleado por Emilia. Que ella jugaba con ambos. Que estaba ilusionando a uno mientras se dejaba querer por el otro. Mentiras crueles. Pero que se repetían lo suficiente como para dejar cicatrices.

—¿Lo escuchaste? —le preguntó Camila un día en el baño.

—Sí. Y no me importa —dijo Emilia, firme.

—¿Pero es cierto?

—Claro que no. Yo no juego con nadie. Yo solo estoy intentando no perder algo que no sé cómo retener.

Camila le tomó la mano.

—Entonces lucha por eso. Aunque te duela. Aunque parezca tarde.

Una tarde, mientras el sol caía y el cielo se teñía de naranja, Emilia se escapó del control de sus padres. Fue hasta el parque donde solían encontrarse. Allí estaba Gabriel, sentado en su lugar de siempre, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida.

Ella se acercó en silencio y se sentó a su lado.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó ella, con la voz quebrada.

—¿El qué?

—Hacerme sentir todo esto y luego huir.

Gabriel la miró, con los ojos húmedos.




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