lo que nunca dijimos

Capítulo 6: Entre lo que fuimos y lo que no seremos

“Hay despedidas que empiezan mucho antes del adiós.”

Los días siguientes a la pelea fueron como caminar por una ciudad fantasma. Emilia y Gabriel dejaron de buscarse con la mirada. Los mensajes dejaron de llegar. Las caminatas a casa se convirtieron en trayectos solitarios. Y los atardeceres, que antes los encontraban juntos, ahora caían como telones sobre dos vidas en pausa.

Emilia se aferró a su rutina como si eso pudiera mantener su mundo estable. Iba al colegio, fingía sonrisas, y evitaba los lugares donde sabía que podía encontrarlo. Pero cada rincón, cada esquina, cada espacio tenía su nombre. Gabriel estaba en todas partes, incluso cuando no estaba.

Y él... él simplemente dejó de intentar. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo reparar lo que había roto. Se odiaba por haber dejado que los celos le ganaran. Por haberse convertido en un reflejo de todo lo que Emilia no necesitaba. Por haber fallado, una vez más, en el momento más importante.

Una tarde de viernes, mientras llovía, Gabriel decidió no ir al colegio. Se quedó encerrado en su cuarto, con las cortinas cerradas, mirando las gotas resbalar por la ventana como si fueran metáforas de lo que sentía por dentro. Su madre entró, con la expresión suave pero preocupada.

—No puedes esconderte para siempre —le dijo, dejando una bandeja con sopa caliente sobre la mesa.

—No me estoy escondiendo. Solo estoy cansado.

—No es cansancio, Gabriel. Es miedo. Y no puedes vivir huyendo de lo que sientes.

Él no respondió. Solo la miró con los ojos tristes de quien está perdiendo algo que nunca se atrevió a tener por completo.

Mientras tanto, en casa de Emilia, la situación no era mucho mejor. Su padre había prohibido que viera a Gabriel, y su madre se limitaba a observar en silencio cómo su hija se deshacía poco a poco.

—¿Estás segura de que no quieres hablar con él? —le preguntó Camila al salir de clases.

—No. Si me busca, que lo haga de verdad. Que no venga con excusas, ni golpes, ni silencios.

—¿Y si no lo hace?

—Entonces ya tendré mi respuesta.

Pero Gabriel sí la buscó.

Esa misma noche, se apareció en la entrada de su casa, bajo la lluvia. No traía paraguas, ni flores, ni cartas. Solo su rostro empapado y su corazón en las manos. Tocó el timbre dos veces, y fue el padre de Emilia quien abrió.

—No puedes verla —dijo, seco, sin rodeos.

—Por favor. Solo quiero hablar con ella.

—Mi hija ya sufrió suficiente.

Gabriel apretó los dientes.

—Yo también la amo suficiente como para saber que, si no hablo con ella ahora, nunca me lo voy a perdonar.

Hubo un silencio incómodo. Luego, una voz suave detrás del padre:

—Déjalo pasar, papá.

Emilia estaba en la escalera, envuelta en una manta. Sus ojos brillaban, no por la emoción, sino por la mezcla de dolor y amor contenido.

Su padre dudó un segundo, pero se hizo a un lado.

Gabriel entró, goteando sobre el piso. La casa estaba en silencio, salvo por el reloj del comedor y la tormenta afuera.

—No traje palabras bonitas esta vez —empezó él, con la voz baja—. Ni promesas. Solo esto…

Se acercó y puso en sus manos una pequeña caja.

Ella la abrió con cuidado. Dentro, había una pulsera trenzada. Roja, negra y blanca. Tres hilos. Los colores de ellos: el rojo de la intensidad, el blanco de la calma, el negro del miedo.

—La hice esa noche. Cuando no podía dormir. Pensaba en cómo decirte que… que me duele todo esto. Que te extraño más de lo que me permito sentir. Que no soy bueno para estas cosas. Que me asusta no poder darte lo que mereces, pero me aterra más no intentarlo.

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Gabriel… ya no sé qué somos.

—Yo tampoco. Pero sé lo que fuimos. Y lo que podríamos ser… si me das otra oportunidad.

Emilia respiró hondo.

—No necesito que seas perfecto. Solo quiero que estés. Que no huyas. Que no pelees por mí como si fuera un trofeo. Solo quédate. Eso es todo lo que quiero.

Gabriel asintió.

—Me quedaré hasta el último segundo que tenga.

Y por primera vez en días, se abrazaron. Con fuerza. Como si sus cuerpos pudieran reparar lo que sus palabras no alcanzaban.

Los días siguientes fueron un intento de volver a empezar. No todo era igual. Había heridas aún abiertas. Miradas que todavía dolían. Pero estaban ahí. Juntos. Compartiendo cafés, libros, silencios. Sin grandes declaraciones, pero con pequeñas acciones.

Una tarde, subieron al mirador donde solían ver los amaneceres.

—¿Te acuerdas de la primera vez que vinimos? —preguntó ella.

—Sí. Dijiste que el cielo parecía estar a punto de romperse.

—Y tú dijiste que, si lo hacía, tú lo sostendrías para mí.




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