lo que nunca dijimos

Capítulo 8: Una semana antes del adiós

“¿Qué se hace con un corazón que ama, cuando el tiempo solo resta?”

El reloj parecía avanzar con crueldad. Cada segundo que pasaba era una herida invisible. Emilia contaba los días, no porque quisiera hacerlo, sino porque no podía evitarlo. Cada mañana despertaba sabiendo que le quedaba un día menos con él. Cada noche se dormía abrazando los recuerdos como si pudieran reemplazar su ausencia cuando ya no estuviera.

Gabriel también lo sentía. Pero no decía nada. Prefería hablar con gestos: un mensaje de buenos días con una foto de un amanecer, una flor pequeña dejada en su mochila, una mirada larga durante la clase. No quería llenar el tiempo de palabras; quería llenarlo de presencia. Quería que Emilia recordara todo, incluso lo que no dijeran.

El lunes, caminaron bajo la lluvia sin paraguas. Ella se quejó del frío, él le prestó su chaqueta.

—¿Te enfermarás tú ahora? —preguntó con una sonrisa tímida.

—Si me enfermo, será de ti —bromeó, tratando de no mirarla demasiado, sabiendo que cada segundo la hacía más difícil de soltar.

El martes, Emilia le pidió que volvieran al muelle. Se sentaron sobre la madera húmeda, con los pies colgando, viendo cómo el agua se movía tranquila. Gabriel le tomó la mano. No dijeron nada durante una hora entera. Solo estaban. Solo eran.

—¿Sabes qué me da miedo? —rompió el silencio ella.

—¿Qué?

—Que te vayas y el mundo siga. Que un día no me duela tanto tu ausencia… y eso signifique que te estoy olvidando.

Gabriel apretó su mano con más fuerza.

—No creo que eso pueda pasar. No con nosotros.

—Pero pasa. La gente olvida.

—Entonces hazme un favor —dijo él—. No me olvides tú primero.

El miércoles, Gabriel le entregó un sobre cerrado.

—Ábrelo cuando ya esté volando.

—¿Qué es?

—Una despedida, por si en el aeropuerto no puedo decirte todo lo que siento.

Ella lo guardó en su mochila, temblando.

El jueves, Emilia organizó algo especial: una noche bajo las estrellas. Había conseguido prestado el jardín de la casa de una tía, fuera de la ciudad, donde el cielo era más limpio. Puso una manta, llevó bocadillos, encendió velas pequeñas alrededor y preparó una playlist con todas las canciones que alguna vez compartieron.

Gabriel llegó sorprendido, con los ojos brillando.

—¿Todo esto es para mí?

—Es para nosotros. Nuestra última noche sin lágrimas.

Se recostaron uno al lado del otro, con los ojos en el cielo y el corazón en la garganta.

—¿Te imaginas que esas estrellas sean los recuerdos que aún no hemos vivido? —preguntó Emilia.

—¿Y si ya vivimos todo lo que teníamos que vivir?

—Entonces que esta noche lo contenga todo.

Y sin decirlo, lo sabían: esa sería su noche.

Gabriel se giró hacia ella. La miró con una ternura que dolía.

—Si el universo me diera la oportunidad de elegir otra vez… te elegiría a ti, siempre a ti. Incluso si al final tengo que irme.

Emilia lo besó. No fue un beso desesperado, ni apurado. Fue uno cargado de amor, resignación y promesa. En ese beso estaban las palabras que nunca dijeron: “Te amo”, “Quédate”, “No me olvides”.

Pasaron la noche abrazados, escuchando música suave, compartiendo risas, lágrimas sueltas y confesiones pequeñas:

—Siempre supe que eras tú —dijo ella.

—Yo también. Desde el primer día.

—¿Y por qué nunca lo dijimos?

—Porque nos daba miedo que el amor cambiara las cosas. Pero el silencio las cambió igual.

El viernes, Emilia despertó sabiendo que era su último fin de semana juntos. Lo pasó en silencio, acariciando la pulsera que él le había hecho. En la tarde, recibió un mensaje:

“Hoy no quiero verte triste. ¿Me regalas tu sábado completo?”

Ella respondió con una sola palabra:

“Sí.”

Y supo que ese sábado… sería el capítulo final antes del adiós.




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