“No sabíamos cómo soltar… porque nunca aprendimos a decir adiós.”
El sábado amaneció con un cielo extrañamente limpio. No había nubes, no había viento. Solo un sol suave, como si el universo entendiera que ese día necesitaba ser perfecto… aunque estuviera hecho para partir el corazón.
Gabriel pasó la mañana preparando algo que tenía en mente desde hacía días. Había conseguido la llave de la cabaña abandonada junto al lago, ese lugar que alguna vez mencionaron entre risas, soñando con escaparse. Llevó comida, cobijas, una radio pequeña y un frasco de vidrio con luces.
Emilia lo esperaba en el parque con un vestido sencillo y el cabello suelto, como a él le gustaba. Cuando lo vio llegar, su pecho se encogió. Estaba hermoso. Pero había algo distinto en su mirada… una mezcla de emoción contenida y una tristeza que ya no podía ocultar.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella con una sonrisa temblorosa.
—A vivir nuestro último milagro —respondió él.
El viaje en bicicleta hasta el lago fue lento, lleno de silencios cómodos, miradas furtivas y algunas lágrimas que ninguno se atrevía a mencionar. Al llegar a la cabaña, Emilia soltó un suspiro.
—Es… perfecto.
—Eres tú quien lo hace perfecto.
Pasaron el día entre recuerdos y canciones. Almorzaron en el césped. Se acostaron mirando el cielo. Rieron. Lloraron. Escribieron sus nombres en la madera vieja con una navaja. Gabriel le regaló el frasco de luces con una nota adentro:
“Cuando sientas que todo se apaga, enciéndelo. Ahí estaré yo.”
Emilia le dio una de sus cartas guardadas, con una condición:
—Léela en el avión. No antes.
Él asintió.
Cayó la tarde. El lago reflejaba los colores cálidos del atardecer. Emilia apoyó su cabeza en su pecho. Gabriel le acariciaba el cabello.
—¿Crees que el tiempo pueda con nosotros? —preguntó ella.
—Si el tiempo puede con este amor, entonces nunca fue real.
—Pero sí lo fue… ¿cierto?
Gabriel la miró.
—Es lo más real que he tenido en mi vida.
Y se besaron, despacio, con la urgencia de quien no sabe cuándo será la próxima vez.
Pero no todo podía terminar en calma.
Mientras caminaban de regreso por el sendero del bosque, una figura apareció bloqueándoles el paso. Era Elías. Y no estaba solo. Dos amigos lo acompañaban, tensos.
—¿En serio pensabas irte así, Gabriel? ¿Sin enfrentar las cosas como un hombre?
Emilia se quedó de piedra.
—¿Qué haces aquí, Elías?
—Vengo a despedirme —dijo, sarcástico—. Pero no sin antes dejarle claro a este imbécil que nunca mereció estar a tu lado.
Gabriel dio un paso al frente.
—No estoy para tus juegos. Ya no más.
—No es un juego —gruñó Elías—. Tú arruinaste todo. Años detrás de ella, y llegas tú con tus frases bonitas y la sacas de mi vida.
—Ella no es un trofeo, Elías. No “es tuya”. Nunca lo fue.
—¿Y tú qué sabes? Tú ni siquiera tuviste los huevos de decirle que la amabas desde el principio.
La tensión subió como un golpe seco al pecho.
—¡Basta! —intervino Emilia, finalmente—. ¡Esto no es una competencia! ¡Y tú, Elías… vete! ¡Te estás humillando!
Pero era tarde. Uno de los amigos de Elías empujó a Gabriel. El golpe fue directo al pecho. Gabriel respondió con un derechazo. Todo se volvió rápido: tierra volando, insultos, puños.
Emilia gritaba, pero nadie escuchaba. Elías cayó de rodillas con el labio partido. Gabriel sangraba del pómulo. Los otros chicos corrieron cuando vieron luces acercarse. Alguien había llamado a la policía del lugar.
—¡Vámonos! —gritó Emilia, tirando de Gabriel.
Corrieron hasta la calle, tomaron un taxi, y durante todo el camino ninguno habló. El silencio dolía más que la sangre.
Horas después, en su habitación, Gabriel se curaba la herida frente al espejo. Emilia estaba sentada en la cama, mirándolo en silencio. Luego se levantó, fue hacia él y le limpió el rostro con un pañuelo.
—No quería que nuestro último día terminara así.
—Yo tampoco.
—No me gusta verte así, herido.
—Pero siempre te protegería, Emilia. Siempre. Aunque fuera la última vez.
Ella lo miró con los ojos llenos de agua.
—¿Por qué no pudimos tener un “para siempre”?
Gabriel no respondió. Solo la abrazó. Lloraron. Juntos. Como si pudieran exprimir del tiempo las últimas gotas de eternidad.
Al anochecer, volvieron al parque. El lugar donde todo comenzó. Donde se conocieron, donde se dijeron por primera vez “te quiero”, donde se rieron de tonterías, donde el amor nació sin que nadie lo notara.
Se sentaron en la banca de siempre.
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Editado: 11.04.2025