“Algunas despedidas son tan silenciosas… que rompen por dentro sin hacer ruido.”
El domingo amaneció distinto. El sol no entró por la ventana como en los días anteriores. El cielo estaba gris, nublado, casi como si también quisiera llorar.
Gabriel había dormido poco. Su maleta estaba lista desde la noche anterior. Pero no era eso lo que lo mantenía despierto, sino el peso del día que venía. El adiós se sentía demasiado real ahora. Ya no era una posibilidad, no era una amenaza… era una certeza.
Su madre lo abrazó en silencio al verlo bajar las escaleras. Su padre le dio una palmada en el hombro, con la emoción temblando en la mirada. Su hermana pequeña, Valentina, lloraba sin esconderse.
—Vas a volver, ¿verdad? —preguntó ella entre sollozos.
Gabriel se arrodilló y la abrazó fuerte.
—Sí. Te lo prometo.
Después de desayunar, salieron en auto hacia la casa de su mejor amigo, Santiago, quien había organizado una pequeña despedida rápida con algunos amigos del colegio. Rieron un poco, compartieron recuerdos, abrazos. Aunque todos intentaban que fuera algo alegre, el ambiente tenía ese aire pesado de lo inevitable.
—No te olvides de nosotros, viejo —le dijo Santiago, golpeándole suavemente el pecho—. Pero sobre todo… no te olvides de ella.
Gabriel solo asintió.
La última visita fue a casa de Emilia.
Él no pensaba ir, por miedo a romperse, pero ella le había escrito:
“No te puedes ir sin saludar a mamá.”
La recibió en la entrada su madre, Claudia, quien lo abrazó con un cariño que dolía.
—Cuídese mucho, Gabriel. Usted sabe que aquí siempre tendrá un lugar.
—Gracias por todo, señora.
Cuando entró, se encontró con el padre de Emilia, serio como siempre, pero esta vez… con los ojos brillando.
—Te vas, muchacho. A hacer lo que tienes que hacer.
—Sí, señor.
—Solo recuerda algo… ella no se olvida. Nadie olvida a alguien que amó de verdad.
Gabriel tragó saliva, asintió. Luego, bajando la cabeza, preguntó:
—¿Puedo verla?
—Está en su cuarto. Esperándote.
Subió. Cada escalón era una punzada. Al llegar, abrió la puerta sin tocar.
Emilia estaba sentada en la cama, con una caja en las manos.
—Esto es para ti —dijo, sin levantarse.
Gabriel se acercó. La caja contenía pequeños recuerdos: una foto juntos, una pulsera de hilo que él le había dado, una carta con su letra, un ticket de cine, un pétalo seco, y un frasco con arena de la playa donde vieron su primer amanecer.
—Todo lo que somos, está aquí —susurró ella—. Por si algún día dudas de si fue real.
Él la miró sin decir nada. Solo se arrodilló frente a ella, tomó sus manos y apoyó la frente contra las suyas.
—No quiero irme —murmuró.
—Pero tienes que hacerlo.
—¿Cómo se vive sin ti, Emilia?
Ella cerró los ojos. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
—No lo sé, Gabriel… pero si lo descubres… prométeme que no me olvidarás.
Gabriel le dio un beso largo en la frente.
—Prometo que volveré por ti.
La escena en el aeropuerto era el epílogo de una historia que nunca quisieron que terminara.
La sala de espera estaba llena. Anuncios por los altavoces. Maletas, niños corriendo, despedidas por todos lados. Pero para Gabriel y Emilia, el mundo se había reducido a un solo abrazo.
No hablaron mucho. Las palabras ya no servían.
—Tu vuelo sale en veinte minutos —dijo su madre.
Gabriel la abrazó. Luego abrazó a su padre, y finalmente a Valentina, que volvió a llorar.
Luego se giró. Emilia estaba ahí. Frágil. Bella. Silenciosa.
Se acercó y la abrazó como si pudiera quedarse ahí para siempre.
—Esto no es un adiós, ¿sí?
—No —dijo ella, entre lágrimas—. Es un “hasta que vuelvas”.
—Voy a escribirte. Todos los días.
—Y yo te voy a esperar. Aunque duela.
Gabriel se separó, lentamente. Caminó hacia la zona de embarque, sin mirar atrás. No podía. Sabía que, si la veía otra vez, no sería capaz de irse.
Emilia se quedó ahí, de pie, con las lágrimas cayendo, viendo cómo el chico al que más había amado desaparecía entre la gente.
Minutos después, Gabriel ya estaba en el avión.
A través de la ventanilla, la ciudad comenzaba a hacerse pequeña. Las casas, las calles, los parques, el muelle, el lago… su mundo entero. Su historia. Ella.
Y entonces, en un susurro, mientras el avión rompía las nubes y la ciudad se perdía entre el cielo, dijo:
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Editado: 11.04.2025