“Algunos amores no necesitan promesas eternas, solo un regreso… en el momento justo.”
Los años habían pasado como hojas arrancadas de un calendario. Emilia ya no era la chica de mirada tímida y palabras contenidas. Ahora caminaba con la seguridad que da la experiencia, con cicatrices que ya no dolían tanto, y con una nostalgia que nunca se fue del todo.
Vivía sola en un pequeño apartamento cerca del centro. Tenía una perrita llamada Sol, una estantería llena de libros, y una caja en su armario que nunca había podido guardar del todo. Era la caja de Gabriel. Dentro estaban todos los recuerdos: la pulsera, la carta sin abrir, el frasco con arena, y esa foto de ambos mirando el amanecer desde la colina del lago.
Era una tarde tranquila de otoño. El cielo comenzaba a tornarse anaranjado. Emilia entró a su habitación, y sin saber por qué, sacó su viejo diario. Aquel que llevaba años sin tocar.
Lo abrió.
Las páginas amarillas olían a pasado. Y ahí estaba. La última entrada escrita a mano temblorosa:
“No sé si leerás esto algún día, Gabriel. No sé si volverás, si recordarás nuestros días, nuestros silencios, nuestras citas sin nombre. Solo sé que, aunque me duela admitirlo, aún espero tu promesa. Aunque el mundo gire, aunque otros vengan, tú sigues siendo mi único ‘nosotros’. Te espero… en donde vimos nuestro último amanecer.”
Emilia cerró los ojos. Sintió cómo algo en su pecho se removía. Como si el tiempo se hubiera detenido justo ahí, en esa hoja.
Fue entonces cuando su celular vibró.
Lo tomó sin prestar atención. Una notificación. Un mensaje.
De un número nuevo.
“Estoy de vuelta. ¿Nos vemos en el mirador?”
Sus dedos comenzaron a temblar.
Releyó el mensaje tres veces. Su corazón latía como aquel día en el aeropuerto. Como cada noche en la que pensó en él. Como cada carta que nunca se atrevió a enviar.
No respondió de inmediato. Se levantó, buscó en el armario su chaqueta favorita y la caja. Tomó la foto del amanecer, la guardó en su bolso, y salió corriendo con el corazón en la garganta.
El mirador estaba casi vacío. El sol ya comenzaba a esconderse. La ciudad se extendía frente a ella, igual que antes… pero distinta.
Se apoyó en la baranda, cerró los ojos, respiró profundo. El viento jugaba con su cabello.
Entonces lo sintió.
Pasos detrás de ella. Su aroma. Ese calor familiar.
Abrió los ojos lentamente, y cuando se giró… ahí estaba. Gabriel.
Se miraron, como si el mundo no existiera más allá de ese instante. Y el sol, en su último suspiro de luz, iluminó su reencuentro.
FIN
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Editado: 11.04.2025