Lo que Nunca Fuimos

Capítulo 2: Una casa, dos desconocidos

Los días siguientes se sucedieron como si fueran parte de una rutina impuesta, cuidadosamente diseñada para no cruzarse. Nicolás salía temprano, antes de que Elena despertara, y regresaba tarde, cuando ya se había encerrado en su habitación fingiendo dormir.

No había palabras. Apenas notas breves en la cocina:

“Ya hay café.”

“Saldré tarde.”

“Pagué el servicio de internet.”

Frases secas, impersonales. Como las instrucciones de un manual. Como si ella fuera una asistente doméstica y no su esposa.

Elena no reclamaba. ¿Qué podría decir? Desde el primer día supo que Nicolás estaba haciendo un esfuerzo mínimo, casi invisible, por tolerar su presencia. Y aunque el departamento era amplio, luminoso y decorado con un gusto moderno, todo en él parecía inhabitable. Como si las paredes no supieran cómo contener calor humano.

Ella pasó las primeras semanas en silencio. Cocinaba para dos, por educación. Dejaba su porción en el horno y se retiraba. Limpiaba el baño sin que él lo notara. Doblaba las toallas. Tenía la absurda esperanza de que esos gestos lo hicieran verla, no como una intrusa, sino como alguien que, al menos, estaba intentando hacer más llevadera esa prisión disfrazada de matrimonio.

Pero Nicolás no la veía. Al menos no de la forma que ella deseaba.

Una noche, mientras ella lavaba los platos, él llegó hablando por teléfono. Su tono era distinto. Más cálido. Más humano.

—Valeria, te juro que esto es temporal… Sí, estoy bien… No, no hay nada entre nosotros. Ni siquiera dormimos en la misma habitación.

Elena no se giró. Sus manos se hundieron más en el agua tibia mientras sentía que el corazón se le caía al estómago.

Así que hablaba con ella. Con Valeria.

Valeria.

La mujer que no necesitaba esforzarse para tenerlo. La que estaba en su corazón desde el principio. La que sonreía como si el mundo entero le respondiera con luz.

Y Elena, mientras tanto, era apenas una sombra en la misma casa.

Cuando Nicolás colgó, se dio cuenta de que ella estaba allí. Por un segundo, pareció incómodo. O tal vez solo molesto.

—¿Llevas mucho tiempo ahí?

—No soy sorda —respondió, sin levantar la vista del fregadero.

Él no dijo nada más. Tomó una botella de agua y se encerró en su cuarto.

Días después, Elena encontró una caja en el pasillo, frente a su puerta. Dentro, había una muda de sábanas nuevas, toallas blancas aún con el aroma a detergente, y un papel con una nota escrita en letra pulcra:

“Pensé que te gustaría tener tus cosas separadas.”

Separadas.

La palabra le retumbó por dentro.

Esa noche, se sentó frente a la ventana del cuarto, mirando las luces de la ciudad. Pensó en la Elena que existía antes de todo esto: la que leía novelas románticas creyendo en promesas, en destinos que se cruzan con la fuerza de un viento suave. Ahora estaba casada con un hombre que la trataba como una inquilina educada.

Pero había algo peor: no lo odiaba. No podía odiarlo.

Porque en medio de su frialdad, Nicolás tenía momentos de humanidad que la confundían. A veces, lo encontraba mirando por la ventana con una tristeza que no sabía a quién pertenecía. Otras veces, lo oía tararear una canción al fondo del pasillo. Pequeñas grietas en su armadura. Rastros de alguien que quizá, solo quizá, aún podía sentir.

Pero no por ella.

Nunca por ella.

Una tarde lluviosa, mientras Elena doblaba ropa en el sofá, Nicolás entró más temprano de lo habitual. Parecía cansado. Tenía el rostro tenso y ojeras marcadas. Se detuvo un momento al verla.

—¿Siempre estás aquí?

La pregunta la desconcertó. ¿Era un reproche? ¿Una observación?

—Sí… —respondió, sin saber qué más decir—. ¿Te molesta?

Él se encogió de hombros.

—No. Solo pensé que... No sé. Saldrías. Tienes una vida, ¿no?

Una vida. Sí. Alguna vez la tuvo.

—No conozco a nadie aquí. No tengo a dónde ir.

Silencio.

Nicolás se pasó una mano por el cabello, frustrado. No con ella, tal vez con él mismo. Luego, murmuró algo que la dejó sin palabras:

—Esto no es justo para ti.

Ella parpadeó. Era la primera vez que lo oía reconocer algo.

—Tampoco lo es para ti —dijo ella, casi sin aliento.

Él asintió.

Y luego, como siempre, se alejó. Pero por primera vez, Elena sintió que había una grieta. Pequeña, sí. Pero real. Y a través de esa grieta, tal vez algún día entraría la luz.

Por ahora, solo eran dos desconocidos compartiendo el mismo techo.

Pero incluso los desconocidos tienen historias.

Y esta apenas comenzaba.




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