Lo que Nunca Fuimos

Capítulo 3: La otra mujer

La vio por primera vez una tarde de domingo.

Elena estaba en la cocina, preparando té, cuando escuchó risas en la entrada. No una risa cualquiera. Era clara, brillante, como un tintineo de campanas que se metía por cada rincón del apartamento.

—¡Esto está enorme! ¿De verdad vives aquí? —dijo una voz femenina, vibrante.

Nicolás respondió con una risa baja, esa que Elena nunca había escuchado en persona.

—Te dije que era un buen lugar.

Elena no se movió. No sabía si debía salir, si debía quedarse. Solo apretó la taza con ambas manos y esperó. El sonido de pasos se acercó hasta el salón. Y entonces, la vio.

Valeria.

Era como si alguien hubiera arrancado un rayo de sol del cielo y lo hubiese convertido en persona. Tenía el cabello suelto, castaño claro y brillante. Vestía con sencillez, pero todo en ella irradiaba confianza. Los ojos le brillaban como si el mundo estuviera hecho para entretenerla.

Nicolás entró detrás, con una expresión que Elena no le conocía: distendida. Feliz.

Valeria se giró y la vio. Por un segundo, sus cejas se alzaron.

—Oh… tú debes ser… —dijo, sin completar la frase.

—Elena —respondió ella, con voz suave.

Valeria sonrió, esa sonrisa grande que parecía envolver a cualquiera.

—Encantada. Soy Valeria… una vieja amiga de Nico.

Nico.

Elena asintió, con la taza aún entre los dedos. Quiso disculparse, desaparecer, ser cualquier cosa menos la tercera figura en esa escena de dos.

—No quise interrumpir —murmuró.

—No lo haces —dijo Nicolás rápidamente, pero sin acercarse a ella—. Solo vinimos a buscar unos papeles. No tardamos.

Vinimos. Como si Valeria perteneciera. Como si Elena fuera solo parte del decorado.

Ambos desaparecieron en el pasillo. Risitas. Murmullos. Una puerta que se cierra.

Elena se quedó de pie, sola en la cocina. Miró su reflejo en la ventana. Llevaba una sudadera vieja, el cabello recogido en un moño descuidado. No había nada en ella que pudiera competir con Valeria.

Y, sin embargo, allí estaba. La esposa de Nicolás.

De nombre, al menos.

La visita no fue la última. Valeria empezó a aparecer cada vez más seguido. Una tarde, trajo galletas. Otra, vino con una planta para “darle vida al lugar”. Elena la observaba moverse por el apartamento como si fuera suyo, mientras Nicolás la seguía con los ojos como si fueran imanes.

Lo que dolía no era solo la conexión evidente entre ellos. Era lo invisible. Lo que no se decía, pero flotaba en el aire.

Una noche, mientras recogía los platos que Valeria había dejado tras una merienda improvisada, encontró un pendiente en el sofá. Un arete pequeño, dorado, con una piedra celeste. Duda si dejarlo sobre la mesa o devolverlo. Finalmente, lo guarda en un cajón. No sabe por qué.

Nicolás se dio cuenta esa misma noche.

—¿Has visto un pendiente? —le preguntó, apareciendo en la cocina.

—Sí. Está en el cajón del aparador.

Él fue a buscarlo sin más palabras. Ni un agradecimiento. Como si fuera normal que su esposa recogiera las cosas que otra mujer dejaba en su sala.

—La próxima vez puede venir a buscarlo ella —añadió Elena antes de que se fuera.

Nicolás se detuvo en seco.

—¿Tienes algún problema con que venga?

Ella lo miró directamente a los ojos. Por primera vez, sin bajar la cabeza.

—¿Te importa si lo tengo?

Silencio.

Él no respondió. Solo se fue.

Esa noche, Elena lloró. No por celos. No por rabia. Sino por una verdad que le dolía admitir: estaba empezando a enamorarse de un hombre que jamás le había sonreído como a Valeria.

No sabía cómo había ocurrido. Quizá fue la forma en que Nicolás se quedaba en silencio a veces, mirando al vacío como si arrastrara fantasmas. O cuando ella estornudaba y él dejaba pastillas sobre la mesa sin decir una palabra. O cómo, sin quererlo, ya había memorizado el sonido de sus llaves en la cerradura.

Era un amor tonto. No correspondido. Un sentimiento que crecía en tierra seca, esperando florecer donde nada quería brotar.

Valeria era la mujer que él deseaba.

Y Elena… Elena solo era su esposa.

De nombre. De contrato. Y con el corazón ya empezando a romperse.




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